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Ahí están nuestros bisabuelos, el humano sabedor, género y yunque de los tiempos, suma y resta de los milenios: Miguel González y Andrea Gutiérrez. El bisabuelo alto y recio, manos de jaguar; la abuela, figura de paloma, con mirada impregnada de mensajes.
La carne de los bisabuelos se funde en sortilegio de profundos goces, mientras la hierba adquiere su mayor verdor y el color de las flores vibra en sus múltiples tonalidades. Nervioso y furtivo aparece el venado, coronado con halos de luz violeta.
Voces guturales, de criaturas diversas, arañan el espacio; bálsamos envuelven a los bisabuelos que se arraigan al pasado milenario, viven el presente, mientras germinan el fruto del mañana. Su tierra, Santiago Este, estuvo cubierta de tupidos bosques y, en ellos se enseñoreaban el jaguar y el puma, resonaba el canto del jilguero, el revoloteo del quetzal y, surcaba por los cielos el águila de ojos y garras potentes.
Desde aquí se avistan los dos océanos, las montañas y los pueblos; de día, al paisaje lo domina un verde azulado, de noche, se viste con un manto negro, con miles y miles de luces que titilan como luciérnagas. Los bisabuelos nos enseñaron a descubrir y apreciar los sonidos, los colores y los olores diversos, de cada estación y en los diferentes tramos del día, en el fragor de la faena. El palpitar del aire, el silencio roto por la campanada de un pájaro, el olor de las diversas yerbas que, cambia con las horas, los días y las estaciones; la música de las cigarras, el canto del gallo, en la raíz del alba , invitando al apareamiento.
Al otro lado del río, en lo alto, está la susurrante quebrada “La Claudia”, allí, los bisabuelos construyeron una “punta de diamante” para distribuir las aguas de regadío, sendas acequias bajaban por los costados del pueblo para engendrar una extensa huerta, con espacios para la caña dulce, el café y los potreros. Es tan importante el agua de regadío que, es regida por un juez de aguas, designando el más probo, por consenso del pueblo. El trabajo tesonero en estas tierras, dio sustento y abrió nuevos horizontes a muchas generaciones.
Los bisabuelos levantaron la casa en un amplio solar, con largo pretil, extenso patio, amplios corredores, puerta de entrada ancha, macizas y gruesas paredes, ventanas profundas, en las que, de niños, nos acurrucábamos en sus quicios; alta solera, construida con gruesas piezas de madera, pisos y tejas de barro cocido; espaciosa sala, con mesa de caoba y el viejo reloj de péndulo en la pared, vigía de los tiempos, cinco dormitorios austeros, la troja con sus canoas para los granos, una amplia cocina con fogón de leña y cuatro plantillas de hierro como quemadores, a la par, un abovedado horno de ladrillos. La levadura de esta casa, su arquitectura, viene de Grecia, quizá desde Mesopotamia, pasa por Roma, luego a Iberia y, atravesando la mar océano, llega nuestra aldea. Pero, no todas las casas eran iguales, estaban los ranchos de los peones, arremolinados de pobreza en todos sus costados. Porque entre océanos, montes, ríos, quebradas, valles, café, caña dulce, también hay amargura de ayer y de hoy; está la violencia del hambre y la injusticia,
Están los desposeídos y los desheredados, está hiriente, el latifundio y sus alambradas.
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