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Hace ya varios años cuando cursaba la carrera de turismo, me tocó hacer algunas giras de estudio por todo el país; una de ellas fue al parque nacional Santa Rosa en Guanacaste, en donde tuve mi primer encuentro científico con la belleza del bosque tropical seco, uno de los pocos remanentes que quedan en el mundo. Entre los elementos propios de este ecosistema, me encontré unos arbustos muy llamativos llenos de espinas, de la familia de las acacias, llamados cornizuelos, curiosamente rodeados por una comunidad de hormigas que -según explicaba el profesor- cumplían una maravillosa simbiosis con estos arbustos: las hormigas protegían a la planta y ésta además de dar alimento a las colonias les prestaba sus espinas huecas para que habitaran en ellas, como su hogar.
El tiempo pasó y terminé olvidando los misterios que encierra la pampa guanacasteca por la cotidianidad propia de la ciudad, hasta que un buen día, para una ocasión especial, un amigo me daría uno de los mejores regalos de cumpleaños (bastó oírlo una vez para transportarme a un trance musical con olor a pueblo, que perduraría hasta el día de hoy); a mis manos había llegado la canción “La Chola”, del entonces “incipiente” grupo que llevaba el nombre de una playa de la península de Nicoya…
Aquel día lejano de hormigas de cornizuelo volvió a mí de manera instantánea para quedarse en mi alma para siempre, a través de la inspiración de un hombre bondadoso que nos regaló muchas de sus vivencias de güila loco y descamisado que corría en potreros y caminos polvorientos, por medio de poesía musicalizada en sublime conspiración con su hermano de sangre, y hermanos en la música, los Malpaíses.
Nadie entendía mucho entonces aquello de que “el aire tenía rastros de azul”, o que “en el patio cabía toda la luz”, mucho menos el “suacevi…apretadi….”; sólo que fue muy fácil enamorarse de aquellas canciones con sabor a vino de coyol que apenas se asomaban tímidas -como la mirada de quien las cantaba-, y que venían bautizadas con aguas traídas cuidadosamente en tinajas, desde el río Tempisque. Regresaron entonces la cordillera, los aromos, los jaraguales, las piñuelas, la flor de naranjo, los malinches floridos, los almendros y el canto de los ríos…hasta que aquella “llanura, arena, espuma” con olor a agua y a jazmín se convirtió en la consigna colectiva de un pueblo que quedaría preso para siempre en una fábula.
Si un día también lejano, esperaban 500 personas en aquella toma de la Aduana y llegamos 3500, hoy Costa Rica entera llora tu partida, Fidel, pero entendemos que finalmente tu corazón se volvió pájaro, como tantas veces lo cantaste, y regresó a tu llanura inmensa desde donde estarás observando, todo chillado, el desfile de hormiguitas cachuditas manteniendo el pacto de simbiosis musical, con este gran cornizuelo que hoy lleva tu nombre.
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