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Es de todos conocida, la relación directa entre baja escolaridad y pobreza; asimismo, asistimos a un periodo de nuestra vida en sociedad, en que mayor cantidad de personas han sido excluidas del acceso a reales posibilidades de desarrollo y superación, tanto de manera individual como colectiva.
La globalización es la culminación de un capitalismo salvaje, que olvida el bien común y privilegia la acumulación desmedida e irresponsable, se convierte en la forma más evidente de explotación; la mano de obra es el elemento de producción que marca la diferencia en un negocio rentable, cuanto menor sea su valor más atractivo es el país.
Hoy recogemos lo que sembramos: durante la década de los ochenta se dio un retroceso en los programas educativos y de atención social, motivados por las directrices de los organismos internacionales que obligaban a una reducción del aparato estatal y a una privatización de aquellas empresas de capital público; el Estado benefactor cedía su lugar de un tajo, a un ente sin posibilidades de intervenir en forma efectiva para lograr la inclusión de los más desfavorecidos; el resultado lógico fue una mayor inequidad social y una menor oportunidad para muchos ciudadanos, de obtener las herramientas necesarias para enfrentar el futuro con éxito.
La llamada generación perdida de nuestra sociedad debió abandonar las aulas en más de un 40 por ciento, hipotecando con ello su futuro; la asistencia social se redujo a números escandalosos dejando a la deriva a casi medio millón de ciudadanos.
Los integrantes de esta generación son personas con edades entre los 30 y 50 años, padres de la mayoría de adolescentes de nuestro país, adolescentes que al nacer en un ambiente de pobreza y exclusión, han debido en muchos casos, abandonar las aulas para no ser una carga para su familia, repitiendo la vida de privaciones que vivieron sus padres.
Estas infames condiciones no son más que el caldo de cultivo para el desarrollo de conductas contrarias a la ley; la delincuencia juvenil -que hoy hace rasgar las vestiduras, a políticos populistas, que encuentran en ello una veta para fomentar medidas en extremo represivas e ineficaces, pero que se venden como la panacea para este problema social, directores de medios de comunicación y oportunistas de turno- no es más que uno de los resultados del abandono de los desposeídos que se hizo en ese momento; se excluyó a sus padres de la posibilidad de una vida digna y como indemnización les aplicamos la represión más fuerte de toda América y aun así no estamos conformes.
No es de extrañar que el perfil del menor infractor, en Costa Rica, tenga baja o nula escolaridad, hogar desintegrado o disfuncional, uso de drogas y desempleo.
Este es uno de los motivos por los cuales no se debe atacar la delincuencia juvenil exclusivamente con represión; la delincuencia juvenil es el efecto congénito de un círculo vicioso que la inequidad social ha creado; cuando a un joven se le ha negado un ambiente integralmente sano en el nivel familiar, educativo y comunal, exigirle una conducta “socialmente correcta”, de respeto sobre todo a los bienes materiales ajenos, es, además de injusto hasta vergonzoso, es no haber cumplido una obligación y cobrarla con la libertad del abandonado.
La delincuencia juvenil se trata con prevención positiva, con verdaderas oportunidades para mantenerse en el sistema educativo, opciones de trabajo digno y ante todo con programas de inclusión social; las opciones exclusivamente represivas, son simplemente nuevas formas de violencia que se disfrazan bajo el amparo de la seguridad ciudadana, término que se estrecha para que ocupe solo el espacio que la nota roja pueda cubrir.
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