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Medianoche en París es el homenaje de Woody Allen a esa época en la que París era el centro del mundo; la ciudad a la que debían asistir todos los escritores y todos los artistas.
Esos «locos años 20» en los que el mundo se recuperaba de la primera gran guerra, frente a un desarrollo industrial en ciernes y admirado ante los inventos que presagiaban el avance imparable de la ciencia y la tecnología, las que podrían ser la solución a todos los males de la Humanidad.
Muchos latinoamericanos se dieron cita en París en la época en la que las vanguardias nacían y morían a la velocidad que marcaba ese París, siempre festivo. Vicente Huidobro, César Vallejo, Oliverio Girondo…; todos debían asistir a la cita parisina para encontrarse, porque cuando se está lejos del hogar, de la tierra que nos ha visto nacer, es cuando estamos más cerca de ella, más cerca de encontrarnos a nosotros mismos, de re-conocernos.
Owen Wilson interpreta a un exitoso guionista de Hollywood que escribe una novela y sueña con quedarse en París, a pesar de los deseos de su prometida. Ella, por el contrario, planea vivir en Malibú y que Gil (Wilson) deje atrás su fantasía de convertirse en escritor. A pesar de que al inicio del filme, entre las imágenes de un romántico París, Gil le reitera que está enamorado de ella. ¿Contradicciones del amor acaso o esa dificultad que tenemos para reconocer el verdadero amor?, ¿o quizás la tendencia a creer en la gran mentira de que «los polos opuestos se atraen»?
Así, a diferencia de los cuentos de hadas, la magia empieza en la película a partir de la medianoche y lejos de la supuesta persona amada. A esa hora Gil viaja al pasado, ese pasado romántico, idealizado por él y tantos otros, donde encuentra a sus ídolos: Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, T.S. Elliot, Pablo Picasso, Salvador Dalí, Luis Buñuel y muchos más. Esos que ahora son parte de la historia del arte y de la literatura, pero que en ese momento solo eran unos jóvenes y alocados burgueses, disfrutando de la vida y escribiendo, pintando e innovando.
Pero, más allá de este juego que nos propone Woody Allen en su película, según el cual pone en escena la conocida frase «todo tiempo pasado fue mejor» (para deconstruirla, por supuesto); lo que nos regala el director neoyorquino (o al menos el regalo que yo gustosa recibí) es la certeza de que el presente se construye con retazos del pasado; pero es solo aquí y ahora cuando podemos disfrutar de esos retazos, para formar redes, para resignificarlos, para darles un sentido; y, en esa medida, darnos un sentido a nosotros mismos.
Ese libro, esa canción o esa pintura que nos vienen del pasado, solo adquieren un significado cuando los ligamos a una conversación con un conocido, a una tarde de café con algún amigo o al beso que le damos a la persona de la que estamos enamorados. Pero para lograrlo debemos vivir el presente y soltar los lazos que nos atan a ese pasado idílico; solo viviendo el día a día podremos conversar con los amigos, disfrutar de un buen café o del sonido de la lluvia; solo así podremos amar realmente y no atados a la costumbre a los recuerdos.
No por nada el Hemingway de Allen nos dice que la inmortalidad está en hacer el amor con la persona amada. Ese instante de entrega en el que no nos acosan los fantasmas del pasado ni tememos a la muerte que nos espera en el futuro. Ese instante en el que tan solo vivimos… ¿y no es acaso de eso de lo que se trata la vida?
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