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Conocemos que la UNESCO destaca cuatro pilares de la educación, a saber: aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a vivir en comunidad y aprender a ser (Delors, Jacques (1996). La educación encierra un tesoro).
Cuando nos explica el imperativo segundo, nos aclara que es necesario migrar de la noción de calificación a la noción de competencia. Asumimos que ésta es la combinación dinámica de atributos que permiten un desempeño como parte del producto final de un proceso educativo. Busca conocer y comprender (conocimiento teórico de un campo académico, la capacidad de conocer y comprender). Busca saber cómo actuar (la aplicación práctica y operativa del conocimiento a ciertas situaciones); saber cómo ser (los valores como parte integrante de la forma de percibir a los otros y vivir en un contexto social). En síntesis, poseer una competencia o conjunto de competencias significa que la persona puede demostrar que la lleva a cabo de forma tal que permita evaluar el grado de realización de la misma.
Como ciudadana, reacciono con preocupación ante la información que nos dice: “Siete de cada 10 jerarcas sin estudios adecuados” (La Nación, 7/11/11, p. 4A). Además de inducir al ciudadano de a pie a pensar que estamos en manos de improvisados en el manejo de la cosa pública, la orientación de quienes afirman lo anterior, resulta anacrónica respecto de la perspectiva indicada, donde las competencias de la persona trabajadora juegan un papel que va más allá de la titulación, siendo ésta apenas un requisito mínimo.
Al desgranar la noticia descalificadora de las personas que ocupan los cargos señalados, se afirma que la Contraloría General de la República “detectó” que: “… 73% de los jerarcas de ministerios e instituciones públicas no cuentan con un título universitario relacionado con la actividad que desempeñan, ni tienen experiencia en gerencia”. Con esa simplificación, lo único que vamos a lograr en el país es que prácticamente nadie acepte una designación por parte del Ejecutivo para desempeñarse en un puesto del nivel determinativo de Gobierno, amén que descalifica a quienes hoy los desempeñan. Finalmente, la historia del país que ha sido escrita por educadores de excelente nivel, provoca consternación al ver que el conocimiento de lo que hoy debe ser el proceso de aprendizaje, no haya calado en el análisis de quiénes son o no competentes para ocupar puestos de dirección política en la administración pública costarricense.
Los educadores de fuste de este país, deben escribir y analizar sobre el tema, porque de otra manera estaremos cayendo en un oscurantismo e involucionismo tales que, como decía el excandidato a la Presidencia de la República, Ottón Solís, se necesitarían sólo “gerentazos” para calificar en la conducción político-administrativa del país, obviando que la competencia está por encima de los títulos y dejando sin poder trabajar en estos puestos a costarricenses competentes como los que más.
Suscribo entonces lo planteado en el editorial de La Nación del 8 de noviembre, próximo-pasado donde señala al respecto que: “En una democracia, el acceso a los altos cargos de conducción política debe permanecer abierto, sin requisitos académicos”.
Meditemos en lo que casualmente nos dice José Saramago (2010, Democracia y universidad, p. 43): “En la universidad enseñan lo que pueden y como pueden, confiando en que luego vendrá el futuro…”.
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