Debido a los elevados costos del mantenimiento de las imágenes, se ha restringido su acceso solo para las personas registradas en PrensaCR.
En caso de poseer una cuenta, hacer clic en “Iniciar sesión”, de lo contrario puede crear una en “Registrarse”.
Los padres, los abuelos, los bisabuelos de Miguelito fueron payasos en distintos circos. Miguel seguía los mismos pasos que sus familiares. La familia de Miguel había cobrado fama de ser excelente para interpretar o encarnar payasos.
Miguelito tenía un equilibrio mental excepcional, un carácter a toda prueba, un humor apacible y bueno que no lo abandonaba nunca. El director del circo decía que Miguelito era sagrado, que tenía a Dios en su interior, que era distinto a cuantas personas había conocido en su vida.
El exitoso payaso nunca en sus veinticinco años de vida se había enojado, encolerizado, disgustado, molestado. No era rencoroso, violento, hipócrita, vengativo. Su destino fue crecer y ponerse por encima del odio, de toda manera sutil de violencia. Un analista minucioso y precoz diría sin temor a equivocarse que Miguelito gozaba de una gran salud mental, de una fortaleza y control mentales insólitos.
El director del circo lo eligió para el número o el juego de los tomates. Es decir, se ponía en una tabla con un hueco donde podía verse nítidamente la cara de Miguelito con una gran nariz roja de payaso, maquillado como tal y riendo, y, a una distancia no muy larga, un cliente podía probar su puntería con tomates podridos.
El jefe pensaba que Miguel era óptimo para este número, porque si le pegaban un tomate no se enojaba, no se alteraba. Y aunque pasaba a convertirse en el hazmerreír, en una especie de idiota, esto no lo molestaba, no lo alteraba.
Jesús enseñaba que si a uno le pegaban en una mejilla había que poner la otra. Pero, ¿quién es así?, ¿quién puede ser así? La mayoría de las personas reaccionaría colérica, violentamente; se sentiría insultada, ofendida. Pero Jesús aprendió bien la lección: ¡hay que ser imperturbable, plácido, inalterable, no pasarse de la raya! Miguelito, aunque no profesaba ninguna religión, era muy parecido a Jesús.
Todo tipo de personas visita los circos. Pablo Fuegos, un sociópata, asesino en potencia, llegó al circo como siempre andaba: lleno de odio, de violencia, del mal humor. Era un tipo invivible, envenenado, amargado. Llegó al puesto de Miguelito y preguntó en qué consistía el juego. Le explicaron a Fuegos el asunto. “Puedo despedazarle la cara con tomates a este payaso, a este idiota y no me van a meter en la cárcel. Tengo licencia para descargar un poco de mi odio, de mi repudio por el mundo y ¡solo tengo que tener buena puntería!”, pensó Pablo Fuegos.
Los primeros dos tomatazos los pegó cerca de la cara de Miguel. El tercer tomate dio en el blanco: ¡la cara del payaso! La nariz de payaso protegía a Miguelito de los tomatazos, además cuando el cliente lanzaba el tomate le estaba permitido cerrar los ojos.
Miguelito sintió la violencia de los tomatazos, el odio con que los lanzaba y no se inmutó, no se alteró. Pablo Fuegos siguió tirando tomates con gran puntería y odio a la cara de Miguel. Los tomates podridos parecía que explotaban al pegar en la cara del payaso, como si fueran granadas o minas de pie. Pero Miguelito, aunque sentía la violencia, no se alteraba.
“Siento la intención de este tipo: ¡me quiere matar con los tomates! Descarga una gran cantidad de cólera e ira conmigo. No puedo darme el gusto de asustarme o enojarme: ¡nunca lo he hecho! Llegará el momento en que se fracturará el brazo. ¡Es un duelo entre este señor y yo!”, pensó Miguel.
Pablo Fuegos comenzó a cansarse. Daba en el blanco con gran puntería, pero Miguelito se limpiaba y aparecía otra vez riendo simpático, lindamente. Fuegos empezó a desesperarse: ¡no podía hacerle nada! Tiró un tomate con mucha cólera y se fracturó el brazo. Comenzó a maldecir, a insultar, a ofender a Miguelito. Llamaron a los guardias del circo y éstos lo echaron.
Este documento no posee notas.