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Por cosas de la vida, hace dos años adquirí una casa con tres árboles de naranja en La Virgen de Sarapiquí. Como vi que la producción cítrica era abundante y buena, pensé en aprovechar tan preciado recurso. Casualmente, merodeando por la bodega de un restaurante familiar, me llamó la atención una máquina de exprimir naranjas, de las que usan los vendedores ambulantes. Acto seguido, pedí a mi hermano, el encargado del negocio, que me regalara el aparato.
Así hoy, primer domingo de diciembre, decidí emprender la elaboración manufacturera de jugo de naranja. Busqué el mejor sitio para revisar el exprimidor y empecé por observarlo detenidamente. Por un lado, parece una máquina de moler maíz, por otro una vieja bomba de extraer petróleo- pensé-, de esas que te recuerdan un pájaro carpintero picoteando lentamente. Esta estructura de aluminio reciclado y mal acabado, llena de pequeños cráteres en las superficies planas y mordiscos en algunas curvaturas, además de que todos los tornillos de su engranaje estaban flojos, como si nadie la hubiese usado antes de mí-, me empieza a generar duda.
Mas no soy de los que prejuzgan sin causa real. Así que continué con la revisión del mecanismo. El brazo no parecía cumplir a cabalidad su función de palanca o, por lo menos, no daba el ángulo que necesitó su descubridor –Arquímedes- para mover el mundo. Creí que los tornillos ajustarían el detalle, pero no, solo estaban flojos; por eso procedí a socarlos. En otras palabras, ante mí había una palanca que, al quedar casi vertical después de ser accionada, dejaba de ser palanca, convirtiéndose en sostén de cualquier cosa, como verán al final de la historia.
La copa superior o concavidad opresora que mira hacia abajo me pareció chica. –Pero veremos cómo trabaja- consentí. Sobre la copa inferior o recipiente del jugo, colocada en sentido contrario respecto de la superior, con un hoyo en el centro que deja pasar el líquido, descansa el molde sobre el cual la media naranja es exprimida por la presión ejercida desde la copa superior, que se adhiere al brazo. No entendí muy bien para qué servían los orificios en dicho molde, mas consideré pertinente no cuestionar al diseñador.
Después de lavar el aparato, lavé las naranjas y procedí a partirlas en mitades, que con ansiedad exprimiría en el exprimidor. Busqué el mejor lugar de trabajo. Tomé la primera mitad de la fruta y, eureka: no cabía entre las copas. Entonces palanqueaba a un lado y al otro de la media naranja, que se inflaba y se corría en distintas direcciones, buscando escapar del mecanismo opresor. No obstante, decidí exprimir las naranjas de cinco en cinco, con el fin de llenar un recipiente de dos litros. Al concluir la cuarta tanda, sudado del palanqueo, noté que el botellón no acababa de llenarse. Tuve que exprimir hasta la naranja –la más grande- que pensaba comerme recostado en la hamaca. Como aún faltaba jugo, tomé la varilla y acudí por más materia prima. Bajé siete unidades. Aparté las dos naranjas más grandes (para comerlas) y el grupo de cinco pasó al proceso, que esta vez consistiría en pelarles la línea del Ecuador, para luego sacar músculo con las manos.
Según la cantidad de jugo obtenido del último grupo de cinco naranjas, exprimidas a mano, pude constatar que en cada grupo de los exprimidos en el exprimidor perdía el jugo equivalente a una naranja; es decir, el 20% de la producción.
Con relación al exprimidor, conjeturo dos cosas: es un exprimidor de limones criollos o el artesano criollo que lo fabricó tomó el molde traído de algún país lejano, en donde las naranjas no crecen como lo hacen en nuestras feraces tierras. Aquí, en Latinindia, todo lo que nace -lo de aquí y lo de allá- crece y se multiplica mejor que allá. Entiéndase por “allá” las tierras degradadas de los viejos continentes. Asunto aparte es el hecho de que, en quinientos años de historia, los latinindios, forzados o no, hayamos contribuido con el deterioro de nuestros recursos naturales, que tanto nos agobia en tiempos del calentamiento global.
En conclusión, parece ser que el modelo del exprimidor referido no hace más que reproducir la historia del intercambio desigual y engañoso –exprimidor de gentes- que ha prevalecido desde que los europeos tropezaron con nuestro Continente, y encontraron bien intercambiar espejitos por oro y plata. A nosotros los países industrializados nos exprimen de todos modos, y la fiesta del zorro suelto en patio de gallinas amarradas ha llegado a su clímax con los tratados de “libre comercio”.
Cansado de la exprimida que me produjo el exprimidor, lo ubiqué en el estante donde acumulo la chatarra, y en él colgué a secar la bolsa plástica que usé con las naranjas. Además, la experiencia me reveló la razón por la cual la obtusa máquina yacía guardada en un oscuro rincón.
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