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Soy un zapatero. Aunque no me gano la vida en un fábrica automatizada cuidando de una serie de máquinas productoras de miles de zapatas al día con el destino a numerosos países, respeto mucho a los hombres que trabajan en un lugar de estos y deploro la frialdad humana que campea en esas empresas. Solo deseo que sus vidas tengan el tejido interno de dulzura y calor que únicamente una mujer, con sus agujas, puede entrelazar.
Creo ser un “zapatero de verdad”, lo que se llama un “zapatero remendón” (frase que recoge el diccionario). De aquellos zapateros “de antes” (bueno, no tan antes puesto que aún vivo y trabajo), de los que usamos el cerebro y las manos (¡qué lindo poder decir así!) para cumplir bien con el oficio que nos tocó en esta vida…
Mi taller, con un rótulo a la entrada que dice: “Paulino Tapia = Se repara todo tipo de calzado”, es pequeño, oscurón, oloroso a cueros bien curtidos, a pegamentos, a betunes finos, a tintes y a horas de congojas y júbilo. Con la mesa marcada por las dentelladas de miles de días de trabajo y las paredes cubiertas de plantillas, herramientas, apuntes de cuentas, facturas y cartulinas mostrando contornos de pies de clientes. Dos almanaques, uno de este año y el otro de año antepasado… además de fotografías recortadas de revistas y periódicos, en una de las cuales nos sonríe desde su feminidad Marylin Monroe y en otra nos observa desde su hombría el Che Guevara.
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Esta zapatería la fundó mi padre hace setenta y cinco años, en este lugar, en este barrio cerca del Parque Morazán, que conserva un eco de aquel San José que protegió nuestra niñez.
A unos cincuenta metros de aquí nació y vivió Carmen Lyra, en una preciosa casita del siglo XIX que por algún motivo absurdo fue cruelmente arrasada de la faz de la Patria.
Me contaba mi padre que la escritora le daba a reparación sus sencillos zapatos de maestra. Y que un día de tantos le obsequió un ejemplar de la primera edición de los “Cuentos de mi tía Panchita”, que don Joaquín García Monge hizo publicar en 1920. En otra oportunidad, vino al taller acompañada de un hombre fuerte, de grandes manos de obrero y de mirada franca y directa. Y le explicó:
“Don Benigno, aquí le traigo este amigo para que se conozcan; es un gran compañero de luchas y es un gran costarricense”.
Se dieron n fuerte apretón de manos, y el visitante le dijo:
“Es un gusto conocerlo, don Benigno. Yo soy Carlos Luis Fallas, y también soy zapatero”.
De manera que entre estas cuatro paredes tan modestas, estuvieron dos cumbres de nuestra literatura. ¿No es para estar orgulloso?
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Me siento muy ufano, además, cuando pienso en el destino de mi labor. Es evidente que la Naturaleza puso especial esmero en el diseño y la hechura de estos prodigiosos pedestales, que inician la noble arquitectura de nuestros cuerpos y que nos ponen en contacto directo con el planeta que nos da la vida.
Sin embargo, entre tantos pies que protejo, hay dos que amo. Son pequeños, primorosamente cuidados, con piel de pétalos, espléndido arco y uñas esmaltadas. (Para gozar su belleza les confeccioné un par de sandalias con tiras muy delgadas de un cordobán rojo para hacer contraste con su blancura).
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Caminando de puntillas ha llegado la noche con su poder de transfigurar cosas fantásticas en cosas concretas. Entonces he cerrado la puerta de la zapatería, he ajustado a mis tobillos –como Mercurio- dos pequeñas alas, y he cruzado el cielo de la ciudad para llegar a la casa donde viven, despojarlos de las sandalias rojas, y rendirle un beso de amor a cada uno.
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