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Era tarde, acariciado por el sol estaba, como siempre: quieto, sobrio, firme. La corteza cubierta de verde musgo parecía un abrigo de piel rugosa que le protegía.
-¡Cuánto has crecido desde aquel día! le dije acercándome y sintiéndole con mi tacto.
Recuerdo aquella mañana cuando lo vi por primera vez, con sus brazos abiertos a una altura inalcanzable mostrándome su afecto, con su aliento de fresco oxígeno que me llenaba de una calidez adictiva. Ese día por casualidad, simple azar, decidí sentarme en su regazo, en sus brazos de pulpo de madera que se dispersaban por el suelo y penetraban en la tierra árida, hundiéndose en su origen. De repente, sin aviso previo, suavemente, mi cuerpo estaba atrapado por ramas y hojas que me aprisionaban, me dejaban inmóvil, con una firmeza infranqueable, imposible de enfrentar. La sangre corría del tronco y de mis ojos rojas lágrimas, llanto de otro tiempo que trazaba un camino turbulento, que alteraba el paisaje anterior.
En el abrazo -lagrimeo, miedo y fantasía- una palabra ahorcada era impedida por la fuerza de la sólida presión. Gradualmente sentía mi esencia deslizarse en la materia del árbol, y mientras me convertía en él, él se transformaba en mi. A partir de entonces no se si él descubrió vida o yo salí de mi muerte. Por eso decidí pasar esta tarde y sentirme completo, contemplándole, leyendo las fechas escritas de cascarones desprendidos con cuchillas de su corteza, encerrado en una sucesión de acontecimientos pasados.
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