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La “sólida” institucionalidad que ubica a Costa Rica dentro de las democracias más consolidadas de la región, suele atribuirse a la “lucidez” de la Junta Fundadora de la Segunda República. Sus miembros han sido elevados a los altares de la historia y su reputación, so pena de ser etiquetado como un detractor de la patria, no puede ser mancillada. Empero, “detrás de la bandera” se ocultan las malas palabras de un pequeño concilio ungido por las armas y con matices de autoritarismo.
El abordaje crítico de un mito socialmente compartido e interiorizado, supone una tarea por demás titánica. Cuando se ha construido una definición en torno a un “algo” y de esa conceptualización (válida o inválida) se han derivado consecuencias reales, romper con esa cristalización supone una sustitución del esquema asumido, por otro de mayor legitimidad. En el debate académico, al menos, no puede estarse satisfecho con la simple idolatría del sistema, es necesario –en palabras de Popper– someterlo todo a la falsación.
Uno de los principales aportes de la Junta fue la variación en el modelo económico. La nacionalización bancaria supuso una ruptura paradigmática de las finanzas públicas y privadas. Eminentemente, la dinámica en el tejido social varió amparada en un discurso de bienestar colectivo, pero… ¿ese “interés común” realmente era grupalmente sustentado?
La respuesta de ello, será la premisa fundamental para poner a prueba o “falsear” la imagen campechana -tradicionalmente enseñada- de la corporación de facto que rigió los destinos del país durante algunos meses de la segunda mitad de 1940. Como gobierno autoritario, Figueres y su grupo se encargaron de hacer ciertas “purgas” y eliminar así cualquier “detractor” a un nuevo régimen democrático por instaurarse; contradictorio, pues quienes encontraban en la ruptura del régimen constitucional la defensa de su pureza -en términos discursivos-, en la materialidad ejercían acciones propias de modelos absolutistas.
Ahora bien, retornando el tópico económico, este tampoco supuso un ejercicio democrático, ni siquiera a lo interno del órgano colegiado: la figura de Martén se impuso como abanderado de una reforma sin precedentes y “comandante” de las políticas de ingreso y gasto del país. Su preponderancia llegó al punto de autoproclamarse como “la mitad” de la Junta, y es que ciertamente lo era.
La política económica de Martén condicionaba terrenos allende de su cartera ministerial –Hacienda–; sus decisiones se imponían sobre otras secretarías como la de educación. Visiones de mundo contrapuestas que, en no pocas ocasiones, generaban asperezas a lo interno de la cúpula en el poder.
Innegablemente, la nacionalización bancaria y otros aportes como el solidarismo se constituyen indudablemente en visionarios y proclives a generar bienestar general, pero lo que se pretende acá es hacer notar su aparición, no como un producto social, sino como el casual resultado de actitudes caudillistas.
La Junta Fundadora aplicó un paradigma de “tutela”. La población era un “menor” cuya conducta debía encausarse, la función del poder público era velar por la “adecuada” formación de la sociedad. Martén mostraba el camino “único” y recto hacia el progreso; en los términos de Rousseau, dirigía a la sociedad hacia la “voluntad general” y quien no se apegaba debía traerse al orden, sacarlo del error –o del país–.
Merced de ese modelo “paternalista”, la estructuración del sistema electoral supuso, a su vez, una verticalidad. La concreción de las garantías del sufragio fue sólo eso, un cambio paradigmático en cómo se administraban las elecciones, la consulta a los ciudadanos estuvo ausente: qué más se necesitaba si el “clamor” por la transparencia en los comicios era el caballo de batalla de quienes, desde el poder, se arrogaban la representación popular.
Otra premisa a falsear: la Constitución, automáticamente trajo estabilidad. Luego de la entrada en vigencia del texto el 7 de noviembre de 1949, los grupos no asumieron -cual revelación divina- el orden. Desde la dimisión-expulsión de Martén de la Junta, por tener la osadía de pretender “suplantar” la magistratura de influencia del líder de la revolución, quedó claro que el poder seguía seduciendo a los caudillos y el ansia por la cosa pública seguía emanando un sex appel irresistible. La parsimonia de una ciudadanía aún adormecida, se prestaba para el desarrollo de subterfugios en pro de alcanzar la silla presidencial.
Ese devenir de fuerzas -oficialismo y oposición- siguió dominando la palestra política con certeras amenazas al orden recién estatuido, pero mostrarse como un “enemigo” de la democracia era suicidarse políticamente; así, los individuos poseedores de mayor capital -de variable naturaleza- paulatinamente empezaron a aceptar los resultados.
En suma, la institucionalidad es un concepto asociado con la vigorosidad de una democracia pero, para el caso costarricense, no se debió a un ejercicio benévolo de un gobierno de facto; sino respondió a las decisiones de caudillos encausadas por la búsqueda de anquilosar métodos eficaces para acceder al poder.
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