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El clientelismo es una forma de corrupción de la consciencia mediante la cual una persona en posiciones de mando o poder, se prevalece de su ventaja posicional para dar u ofrecer recursos organizacionales o institucionales como si fueran propios, a cambio de una promesa futura de apoyo político.
Es un comportamiento corrupto porque se dispone de los recursos institucionales para realizar un intercambio o la promesa de este, en beneficio personal; también porque independientemente de que se le dé o no a los recursos, un uso institucional, se altera discrecionalmente el plan al cual originalmente estaban sujetos, al darlos u ofrecerlos según criterios políticos o de mercado particulares; igualmente porque se vulneran los canales habituales, institucionalmente establecidos para canalizarlos.
El clientelismo suele estar ligado a un chantaje, explícito o implícito, de parte de quien dona o dispone de los recursos, respecto de quien recibe el beneficio; de manera que la negativa a recompensar el acto mediante apoyo político suele tener consecuencias indeseables, o al menos se amenaza con esa posibilidad.
El acto corrupto está en pos de una aspiración futura de parte de quien tiene la iniciativa, para conseguir una más alta posición de mando o de poder mediante un proceso electoral, que de esa manera puede verse también alterado o corrompido en su disposición original.
En consecuencia, el clientelismo corrompe los procedimientos habituales de decisión dentro de la institución en la cual se instala y, a la vez, coarta la posibilidad de elegir libremente a las autoridades. Por lo anterior, procura crear una desventaja para los competidores en un eventual o futuro proceso electoral.
De manera concomitante, suele crear en la organización o institución donde se establece o busca establecerse, un clima de amedrentamiento que procura reducir drásticamente la capacidad crítica, reflexiva y desde luego contestataria entre los “clientes”.
Por ello, el clientelismo es intrínsecamente autoritario, es decir, trata de establecerse violentando la voluntad genuina de los (as) miembros de la organización para participar de los procesos institucionales o decidir por su propia cuenta acerca de quién debe regir los destinos de la misma organización, así como cuál es la forma oportuna y adecuada de distribuir los recursos dentro de ella.
Esta forma corrupta del ejercicio de la autoridad o del cargo puede estar apoyada por instancias superiores, ya sea porque ellas mismas prohíjan, auspician o toleran tales procedimientos, con el propósito de lograr la continuidad de ciertas políticas explícitas o no, legítimas o no. Tal apoyo constituye un involucramiento de esa autoridad superior en el proceso electoral en pos del cual se instituye el clientelismo.
De esa manera se suele establecer una confusión entre el ejercicio de la autoridad y la participación electoral de parte de quien ejerce esa autoridad o cargo, confusión que tiende a reproducirse en los “clientes”, funcionarios o electores, a quienes, a su vez, se les dificulta distinguir entre desacato y elección soberana, entre insubordinación y oposición o sentido crítico o entre chantaje y propuesta.
El clientelismo tiende a reproducirse en otras esferas del engranaje de autoridad de la institución, procurando generar un efecto en cascada de arriba hacia abajo. Por ello no es raro el involucramiento dentro de una misma posición clientelista de aquellos (as) quienes ejercen cargos o posiciones de poder intermedios dentro de la organización.
Por lo anterior el clientelismo puede ofrecer recursos o promesas futuras de mando con el propósito de involucrar a los (as) “clientes (as)” en la causa para la cual sirve, independientemente de la capacidad real de satisfacer eventualmente las expectativas que de esa manera crea.
Sin embargo, lo que no puede anticipar el clientelismo es la capacidad de decisión íntima de los electores cuando están en la urna, librados a su propia consciencia en procura de rescatar los valores más altos de la institución a la cual sirven.
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