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El Dr. Carlos Manuel Quirce Balma fue un ser humano realmente excepcional. Su Espíritu sensible, cálido e inquieto, al igual que su genialidad, su entereza moral y humildad, me asombraron y conmovieron profundamente el día que lo conocí, hace ya más de 3 años.
Tan memorable reunión, aquella tarde en la Universidad de Costa Rica, dio inicio a una hermosa amistad que habría de desenvolverse, florecer y dar sus frutos en innumerables conversaciones informales, discusiones intelectuales y horas de trabajo en el laboratorio -el segundo hogar del doctor-.
Poco a poco y de manera inesperada, dicha relación empezó a imbuir mi vida con un sentimiento intenso de propósito y significado, de serenidad y de compromiso. Me sentí acogido como un existente. Arrobado y protegido, por su formidable presencia y amorosa guía. En fin, me sentí infinitamente honrado y enriquecido por su respetable e irremplazable compañía y sabiduría. El Dr. Quirce se había convertido en mi mejor amigo.
Es ahora difícil despedirme de él y aceptar que su presencia no iluminará más mi Ser. Es difícil reconocer que su sapiencia no brotará más de su boca para traer consuelo y consejo a mi persona y a toda una Costa Rica que clama por una existencia más significativa y digna, y por una sociedad más justa y de valores más altos.
Desde muy joven, Carlos Manuel se vio seducido por las ensoñaciones de la música, la filosofía y la ciencia. Buscó refugio en su laboratorio de química casero, en el piano, en su perro y en sus observaciones astronómicas, situado en lo alto de su ático. Haciendo experimentos químicos, llegó incluso a estar a punto de volar en pedazos su propia casa. Los grandes amigos del doctor fueron sus libros. Igualmente, la vocación mística y religiosa también irrumpió en él a temprana edad, cuando recién salido del colegio, empezó a experimentar reiteradas experiencias alteradas de la conciencia. Vivencias de una naturaleza superior, de tipo espiritual, que llegarían a permear su existencia y a reverberar, con marcada insistencia, a través de su vida y su obra intelectual.
Su destino lo llevó eventualmente a cambiar la química por la psicología. Su destino también lo llevó a enarbolar la bandera revolucionaria en la lucha contra la desigualdad y el pecado de la explotación. Su erudito trabajo sobre el estrés impredecible y sobre las enfermedades que se derivan de este, sin duda llegará a transformar nuestro entendimiento científico de la salud y la enfermedad. Su prolífica producción científica y literaria ciertamente nos ofrecen los planos y modelos para la construcción de ese “milieu teológico”, que el imaginó como texto y contexto de un ser humano verdadero en proceso de evolución y transformación.
De igual manera, su sacrificio y su lucha desinteresada por el pobre y el miserable no serán en vano. Como lo escribió el doctor en uno de sus últimos artículos: Sanguis martyrum semen eclesiam est; es decir, “la sangre de los mártires es la semilla de la iglesia”. Y ciertamente, su llamado a que sintamos una empatía desgarradora con lo antisignificativo humano, con esa “sombra de la Cruz” como él la llamaba, no será desatendido o ignorado por mucho tiempo más. Su desapego y entrega en carne y espíritu, su inquebrantable curiosidad y voluntad, así como su fuerte y clara voz —que la persecución ideológica jamás logró acallar— son las semillas de un nuevo mundo —más luminoso y glorioso— que se vislumbra en el horizonte planetario y que el doctor, en su amplia sabiduría y capacidad visionaria, se dio a la tarea de hacer realidad con sus escritos, con sus cálidas palabras y con su vibrante e incansable cruzada a través de aguas calmas y turbulentas.
Ciertamente, como nos dice el doctor en su autobiografía: “Es difícil dejar de lado el propio sentido de dirección y aceptar la danza de Shiva Nataraja, el baile de la destrucción de los aparentes planes propios, a medida que lo inesperado toma mayor fuerza”. Esperemos que Dios y la Madre Diosa, los buenos amigos del doctor con quienes conversaba en su meditación contemplativa, nos den la fortaleza para dejar ir esa ilusión de control a la que tanto nos gusta aferrarnos, de manera que podamos aceptar y asimilar la partida de uno de los seres humanos más brillantes, extraordinarios y honorables que han cruzado la faz de la Tierra. Adiós, Dr. Quirce. Su legado engrandece a la humanidad. Su amistad fue el regalo más preciado que la vida me ha dado.
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