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Seductor como siempre y como nunca, Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) no baja la guardia ni descuida su gentileza. Tiene ganas de hablar. De decir, por ejemplo, que si ha publicado este libro, en el que combina artículos ya aparecidos en Prensa con reflexiones nuevas, es por esa “sensación creciente de incomodidad frente a algunas manifestaciones culturales en el arte, en la literatura, en la música” que le parecen “verdaderas tomaduras de pelo”.
Ese desasosiego fue el punto de partida. También lo fue la sensación “deprimente -nos insiste- de que la cultura se estaba convirtiendo en algo muy distinto de lo que había sido, que se estaba banalizando y eso, en una época de un desarrollo tan extraordinario de la ciencia y de la tecnología, puede tener consecuencias que amenazan a toda la sociedad”. Y nace también de la certeza de que hay demasiados impostores, demasiados fraudes, “aunque al menos en la literatura aún se mantienen vigentes unos valores que permiten distinguir lo que es original y auténtico del puro engaño, del fraude del impostor”.
Sin embargo, afirma, “no creo que el libro sea pesimista, sólo describe una etapa. Créame, la historia no está escrita, pero si no hay una reacción crítica, puede tener consecuencias negativas para la supervivencia de la cultura democrática”.
¿ADIÓS A LA ALTA CULTURA?
Mientras trabaja en su próxima novela,“ambientada en el Perú de nuestros días, en Lima y Piura. Llevo escribiéndola desde hace varios meses y probablemente se titulará El héroe discreto”, confiesa el Nobel que la primera vez que tuvo esa sensación de estafa “fue hace muchos años, visitando la Bienal de Venecia, considerada una vitrina de la modernidad en el campo de la creación artística: me pareció una especie de circo en el que prevalecía una falsa modernidad hecha de gestos, de exhibicionismo, de frivolidad. Era como la justificación del facilismo, de la impostura”. Pero el fenómeno, denuncia, está en todas partes. Basta revisar “la influencia que tiene hoy la chismografía, y cómo ha creado un mundo periodístico de enorme influencia a base de escarbar en la vida privada de las gentes, que es una especie de pasión malsana de grandes masas en las que no están excluidas las supuestas élites culturales”.
-¿Y no es catastrofista defender que la cultura “en el sentido que tradicionalmente se ha dado al término, está a punto de desaparecer”?
-Bueno, es que lo que entendíamos por cultura hace 50 años ya casi no existe. En un mundo en el que las pasarelas de la moda o las cocinas son los referentes centrales de la vida cultural y están suplantando al arte y la filosofía, no se tiene la misma idea de cultura que entonces: hay una frivolización y un facilismo que ha desnaturalizado el concepto mismo de cultura, y hemos perdido los valores que la sostenían: lo verdadero se confunde con los fraudes, y hay, hemos sufrido, a demasiados impostores.
UN PAR DE IMPOSTORES
-¿Como quiénes?
-Como Jacques Lacan o Derrida, por ejemplo, figuras que en parte son míticas en la crítica literaria y que en parte son también verdaderos fraudes intelectuales, porque acabaron cayendo en un oscurantismo detrás del cual no había complejidad alguna ni profundidad del pensamiento, sino sólo vacío, y un vacío destructor.
CONTRA LA BANALIZACIÓN
-Hablando de vacíos, si nos olvidamos de las pasarelas de la moda, de la cocina, y empezamos por el principio, ¿qué es para usted la cultura?
-Es algo que definió muy bien Eliot: todo aquello que hace más vivible la vida de la gente. Ésa ha sido la gran función de la cultura, enriquecer la vida de las gentes, darles unas convicciones, una sensibilidad que les permitiera defenderse contra la adversidad. Al mismo tiempo, un gran entretenimiento, pero si sólo es entretenimiento se banaliza, y ése es el gran fenómeno que vivimos hoy. Aunque, afortunadamente, hay excepciones y grandes creadores originales que huyen de la vaciedad y de lo publicitario.
-¿Hay alguna manera de evitar que la literatura más representativa de nuestros días sea, como denuncia, fácil y ligera?
-Bueno, creo que depende de muchos factores, y que uno de los más importantes es la educación. Queremos que haya buenos lectores pero hay que crearlos desde la niñez, en la escuela y en la familia. Si los mayores no leen o consideran que la literatura es una especie de adorno prescindible, no van a surgir nuevos lectores en las generaciones futuras. Es esencial enseñar a leer, a preocuparse por los sistemas de pensamiento que dan una explicación a lo que es la vida. El desarrollo puramente material y pragmático deja un vacío muy grande y tiene pies de barro.
-Sin embargo, como retrata en su libro, nunca ha habido tanta violencia en las aulas ni se ha despreciado tanto al profesor…
-Desde luego. El problema es que el maestro no tiene hoy el amparo ni el respeto de la sociedad. Foucault consideraba que el maestro era el representante del sistema opresor que castraba el espíritu de rebelión de las nuevas generaciones y eso es un disparate que ha llevado a una minusvaloración del profesor como la figura respetada por todos porque era quien mantenía viva la mejor tradición cultural, quien difundía la gran literatura, el arte esencial…
En La civilización del espectáculo, Vargas Llosa comenta casos espeluznantes de violencia en las aulas y no ahorra censuras a la sociedad que lo permite, pero sus mayores críticas van dirigidas a los intelectuales, al menos a los de Occidente, que hoy -explica- «prácticamente no existen. Sólo en países en los que ha desaparecido la libertad. En muchas dictaduras (China, Corea del Norte, Birmania, Cuba) los escritores, los pintores, son quienes representan la resistencia al sistema. Pero en las democracias donde la libertad existe no tienen ni audiencia ni función. Y es culpa suya, porque han renunciado a las preocupaciones cívicas y éticas que antes les eran fundamentales”.
-Creíamos que la democratización de la cultura era la solución. ¿Qué ha fallado?, ¿deben acaso volver las élites?
-La democratización de la cultura me parece muy justa; crear las condiciones en las que todos puedan acceder a la cultura es una obligación de toda sociedad democrática, pero al mismo tiempo pensar que la cultura puede llegar a todos de la misma manera es una soberana ingenuidad. No todo el mundo tiene ni la misma vocación ni el mismo talento para las actividades culturales y esa situación establece jerarquías. El problema es que la democratización de la cultura ha beneficiado lo cuantitativo en perjuicio de lo cualitativo. Y no se puede igualar sacrificando la excelencia porque el resultado es la catástrofe actual.
OBAMA Y EL DESASTRE REPUBLICANO
-¿Cómo ve la inminente campaña presidencial de Estados Unidos? Porque hace unos años Obama le parecía el presidente ideal, y ha confesado su decepción…
-Esperaba más cosas de él, pero tal y como se presenta el panorama norteamericano en estas elecciones hay que desear que gane Obama y no ninguno de estos candidatos republicanos que parece que están en una puja para ver quien es más intolerante o más prejuicioso frente a los inmigrantes y frente a la modernidad científica. Me parecen terribles los debates entre los candidatos republicanos, sobre todo porque el republicanismo tiene una tradición liberal que parece haber desaparecido. Sí, hay que desear que ninguno de esos fanáticos intolerantes gane las elecciones norteamericanas; sería gravísimo para el futuro de la libertad y de la tolerancia en el mundo.
-Comenta en el libro que es víctima de la piratería, y que de cada ocho libros suyos que se compran, por ejemplo, en Perú, siete son ilegales: ¿cree que es posible impedir los abusos?
-Espero que sí. Yo lamento mucho la situación, pero no sólo por mis ingresos, sino porque me parece lamentable que no haya ningún tipo de censura social contra la piratería, sino al contrario, que sea alentada. Afortunadamente en otros países de América Latina, en Europa y Estados Unidos se está combatiendo, pero en Perú aún no hay conciencia de la gravedad de ese fraude ni de sus consecuencias si se contagia a otros estratos de la vida económica del país.
-Ahora que todo el planeta está en crisis, Estados e instituciones públicas y privadas recortan drásticamente sus ayudas a museos, editoriales, artistas…
-Bueno, yo creo que no sólo es malo sino peligroso para la salud democrática de un país que la responsabilidad de financiar la cultura sea fundamentalmente estatal, porque el Estado, cuando presta ayudas, busca beneficios. Por eso estoy convencido de que el conjunto de la sociedad debería asumir esa responsabilidad, y eso afortunadamente ocurre en los países anglosajones, donde el grueso del gasto cultural viene de la sociedad civil. En Estados Unidos, por ejemplo, es muy interesante qué es lo que hace que funcione el MOMA, un museo absolutamente extraordinario: el 90 por ciento de su presupuesto procede de la sociedad civil, de empresas privadas, de fundaciones, de familias. Lo mismo ocurre con el Metropolitan, que recibe una parte de sus recursos del Estado pero creo no equivocarme al decir que el grueso de sus recursos proviene de organizaciones privadas. A mí me parece eso más sano que depender del Estado, que es la tradición europea.
Tomado de El Cultural
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