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La búsqueda de justicia ante la desaparición forzada de su hermano —ocurrida en 1984—llevó a Ana Lucía Cuevas a realizar de manera paralela un documental sobre esos crímenes cometidos durante el triste periodo de dictadura militar y guerra civil en Guatemala.
La realizadora, quien radica en Manchester (Inglaterra), vino a Costa Rica a raíz de la presentación de “El eco del dolor de mucha gente”, organizada como parte del espacio “Martes al Borde”, que organiza el colectivo de documentalistas costarricenses Dokus.
En la entrevista con UNIVERSIDAD, Cuevas abordó también la realidad actual guatemalteca y la forma como las nuevas generaciones se enfrentan al doloroso pasado.
¿Cómo era la Guatemala de 1984?
—Un país altamente violento, como resultado de una guerra larga que inició en 1966 y que en 1984 llegó a la cúspide de represión contra la población en general. Se cometieron crímenes horrendos de lesa humanidad como las desapariciones forzadas, que han sido señaladas como los crímenes más crueles en una guerra civil.
¿Qué nivel de participación política tenía su familia, que los llevó a enfrentar la difícil decisión de irse al exilio?
—Mi padre, Rafael Cuevas, fue rector de la Universidad de San Carlos y secretario del Consejo Superior Universitario Centroamericano (CSUCA). Durante toda su vida hasta su muerte en el exilio, tuvo una larga trayectoria de defensa, primero, de la autonomía universitaria y luego, de los derechos humanos y de denuncia de lo que sucedía. Después de su muerte en circunstancias sospechosas en México, las cosas se empezaron a radicalizar. Nosotros éramos adolescentes, pero de diferentes maneras nos integramos al movimiento opositor legal. Mi hermano Carlos —quien fue desaparecido— y yo participamos en la asociación de estudiantes universitarios.
En el caso de su hermano, no solo lo desaparecieron a él, sino a toda su familia; ¿cómo se entiende una ofensiva con esas características?
—En aquel entonces vivíamos en una sociedad muy desigual y cualquier reivindicación social o política sobre temas como la tenencia de la tierra o los sindicatos era reprimida atrozmente. Con el apoyo de Estados Unidos, se crearon un ejército y una policía altamente controladores y represivos de cualquier manifestación de libre expresión. Al mirarlo desde la perspectiva actual o de aquella época, uno igual se pregunta por qué tanta saña.
La represión sobre las personas —organizadas o no— era desproporcionada y me parece que fue aprovechada por la política racista de ese momento para arrasar con comunidades indígenas enteras, so pretexto de que eran campo de la guerrilla. Hubo masacres de 300 o 400 personas, un genocidio, mientras que en las ciudades los asesinatos eran más selectivos.
Siempre me he preguntado por qué y a estas alturas aún no llego a una conclusión sobre la repuesta represiva, contra un pueblo que ni siquiera pedía un cambio radical y que la utilizaron para mutilar cualquier expresión de oposición al régimen.
En el documental se pregunta si “seremos capaces de construir una Guatemala democrática”; ¿cómo siente que esa etapa de la historia reciente afecta a las nuevas generaciones de su país?
—En la generación inmediatamente posterior, he encontrado el reclamo de la responsabilidad que la oposición asumió; hay muchos huérfanos de la guerra. Sin embargo, creo que no había opción. Por otro lado, cuando presentamos el material en Guatemala, precisamente la generación de 20 a 30 años de edad asistió mucho a las presentaciones y se me acercaron a dar las gracias, pues hubo un silencio sobre ese periodo. Una muchacha me dijo que se sentía como viviendo una película sin haber visto la primera parte y que ahora conocía, por ejemplo, el papel que habían jugado Estados Unidos en la guerra.
¿Qué sentimientos emergieron en usted al conocer los registros de la desaparición de su hermano?
—Una combinación de dolor y alivio. Hasta entonces no sabíamos qué había sucedido con él, si seguía preso; pero me di cuenta que fue ejecutado tres meses después de su captura. Supimos que obviamente fue torturado. Esa era la práctica común.
¿Se perpetuará la impunidad en Guatemala?
—Me temo que en gran medida sí. El silencio sigue imponiéndose y la prensa se autocensura. Ahora está de nuevo en el poder un militar, Otto Pérez Molina; afuera de Guatemala se sabe que él fue parte del sistema de inteligencia detrás de graves crímenes contra los derechos humanos. Sin embargo es nuestro presidente.
El miedo es muy profundo; pocas iniciativas han tenido éxito en llevar militares a juicio y ya con el nuevo Gobierno se empezaron a aplicar tácticas muy sutiles de dilatación de los procesos. Durante el Gobierno anterior se vio más apoyo en este sentido.
La impunidad sigue reinando en Guatemala y uno de los objetivos de este documental es rescatar los pocos logros, sobre todo de mujeres que han seguido en la lucha todos estos años, para arrojar luz sobre ellos y apoyarlos, pues se sufre de nuevo un regreso al oscurantismo, el silencio y la autocensura.
Al principio tuve miedo de hacer el trabajo; hasta hace cuatro años que entré a hablar con las personas que aparecen en el video y experimenté un cambio muy profundo, perdí el miedo y decidí que esa es una de las formas de vencer la impunidad: si uno vive con miedo, ellos nos tienen en sus manos. El peligro está ahí, pero decidí que eso no me importa. No he recibido amenazas directas.
¿Qué obstáculos encontró durante el proceso de filmación?
—Ninguno. Más que todo personales en ciertos momentos. Después de escuchar testimonios desgarradores de la gente indígena, tuve periodos en que no sentía; entendí a la gente que se corta. Lo más difícil fue que paralelamente a la realización del videodocumental llevaba el proceso de justicia de mi hermano; presentamos una demanda hace 27 años ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y ese proceso implicó investigación, recoger testimonios y recopilar evidencia. Hace dos años por fin se declaró que efectivamente se había cometido un crimen; entramos en una resolución amistosa con el Gobierno, que nos pidió perdón y reconoció internacionalmente lo que nos había hecho.
¿Cómo ha sido el proceso de distribución y lograr que el documental sea visto?
—Muy difícil porque no tenemos fondos; incluso para aplicar a festivales hay que pagar. Sentimos que el proceso de distribuirlo sin fondos también es político. En Guatemala mostraron interés en el Museo de los Mártires, recientemente fundado. Una asociación de solidaridad con Guatemala me va a llevar a Washington a mostrarlo.
No hay dinero, pero cuando se quiere, se puede. Antes del estreno, lo presentamos ante asociaciones de víctimas y eso fue una catarsis increíble.
Desde ese punto de vista, ¿no tuvo problemas en la relación con los sobrevivientes indígenas, sobre todo pensando que hoy en día debe verse con mucho recelo el acceso de Pérez Molina al poder?
—No, al contrario, ellos fueron quienes me inspiraron para seguir el proceso. Son gente que ni siquiera tienen las condiciones que yo tengo de bienestar económico o acceso a la información; a pesar de sus recursos limitadísimos, tenían claro lo que debían hacer. Obviamente les llevé la película y me siguen contando anécdotas increíbles. Una señora que aparece en el documental me decía: “este carajo llegó al poder, pero ya tenemos los buses listos y si tenemos que ir a echarle punta, vamos”. Están muy claros, el ataque fue devastador y sin sentido. La mayoría de la población indígena atacada ni siquiera era parte de la guerrilla. Ahora uno se pregunta el por qué y siente una gran indignación.
Desde hace unos años se habla internacionalmente de manera más clara sobre el problema de la hambruna en Guatemala; ¿se puede hacer un paralelismo entre lo que fue la política de exterminio de la dictadura militar y políticas de Gobierno que en el mejor de los casos son incapaces de resolver ese problema?
-Definitivamente. Es un exterminio a base de analfabetismo, una guerra más complicada porque no se ve. Es exterminio a base de pobreza. El proceso de genocidio se mantiene en Guatemala.
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