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Hay una anécdota de mi tiempo de primer ingreso en la Universidad de Costa Rica. Ingresé a la Universidad sin haber llevado una clase de química, física ni biología; recuerdo que entre las primeras materias que matriculé fue biología general; estudiaba agronomía. El libro de texto era el famoso de Villee; a duras penas convencí a mi madre de que me lo comprara; de tanto que le rogué para tenerlo, creo que cuando lo obtuve me sentía mal cada vez que estudiaba, ya que recodaba sus gestos inciertos ante mi solicitud. Bueno ahí proseguí, gané la materia.
Pero no esperaba un próximo desafío de pedirle otro libro a mi madre: seguía el de física; lo medité tanto que decidí no pedirlo; traté de utilizar el de la biblioteca; qué odisea… la mayoría de las veces no estaba; ya la asistente de la biblioteca me conocía, tal era la congoja; a veces en una semana pasaba tres veces a la Carlos Monge y el libro no aparecía; creo que había unos dos o tres para domicilio. La asistente a veces me decía: “mire venga mañana a las 9 a.m., hay uno para devolución” y así sucesivamente. Pero el libro que se llevó el premio fue el de la química general I y II, el famoso “Masterton y Slowinski”.
Como ya uno sabía la “famita” de las químicas, traté de ubicar el libro; por supuesto que no lo compré; me encontré uno que creo que solo le faltaba el autógrafo del autor de primera edición, de viejito que era; pero llegué optimista a mi primer clase de química; tomé asiento literalmente en la primera fila, con mi librito.
La bienvenida estuvo un poco impresionante, era Química General I, todavía es famosa, pero yo seguía optimista, hasta que comencé a notar que mi libro no era igual al de mis compañeros; ese primer día esperé con mucha paciencia que el profesor se desocupara, para consultarle; me acerqué y le dije al profesor que no entendía: profesor mire usted, los ejercicios de mi libro no coinciden con los que usted dictó; el profesor don Ricardo Monge me indicó: sucede que la edición de su libro es un poquito antigua; seguro fue amable para no decirme: ya ese debe estar en el museo. No sé cuál edición era, con la que debí pasar las dos químicas, pero el libro estaba muy ruinoso.
Bueno, me fui ese día no tan preocupada; las clases siguieron, la materia se acumulaba, los ejercicios también y yo con mi Masterton no sabía qué hacer. Ya cada vez al final de la clase que me acercaba donde don Ricardo Monge, él mostraba una risilla, como diciendo ahí viene Nidia con su reliquia, pero igual me atendía; ya al final me decía Nidia ¿qué hacer?, trate de buscar una edición un poquito más actualizada, pero igual disponía de tiempo y me indicaba los ejercicios que más se parecían.
En esa lucha por llevar bien la materia, encontré un compañero que tenía la edición más actualizada y nos emplazamos a estudiar juntos; nunca se me olvida que íbamos los sábados a estudiar a la misma Facultad de Química, nos sentábamos en esas bancas de madera, del segundo piso; era estratégico estudiar ahí, ya que ante cualquier duda, en cuanto pasaba uno con gabacha lo asediábamos a preguntar la duda y en una tarde de sábado superábamos hasta veinticinco ejercicios.
Ese libro es inolvidable para mí y por supuesto también mi aliado compañero, y mi profesor de química, un excelente profesor.
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