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Cuando en nuestro país hacemos referencia a las cárceles, los centros de atención institucional o las llanas “prisiones”, pensamos infraestructuralmente, mas no sociológicamente. Las cárceles, al igual que los hospicios y los hogares de retiro tienen una única razón de ser: las personas que en ellas habitan; “allá su destino, su suerte está echada” –pensamos-, la apatía e indiferencia comparten la prima en el podio de nuestras perspectivas.
Y es que la médula del conflicto parece tener matiz de confusión: ¿qué esperamos de las cárceles? La respuesta a este cuestionamiento, lejos de univocidad en su sentido, amplía la aureola dubitativa que circunda la temática propuesta; hoy aparejamos nuestras cárceles a nosocomios, campos de concentración o internados…en el peor de los casos, creemos en las prisiones como agujeros negros de hormigón, concreto y barrotes en los que confinaremos a aquellos que se han equivocado (¿será que aquellos libres de pecado, efectivamente, arrojan la primera piedra?).
De la legalidad criminal no cuestionaremos un ápice; aquellos que, lesionando bienes jurídicos ajenos, cometan acciones típicas antijurídicas y culpables merecen la punibilidad propuesta por la ley penal –nullum crimen nulla pena sine previa lege-. Ahora bien, una vez aplicados los principios procesales y sustantivos para la correcta demostración de culpabilidad, la pena privativa de libertad (¡tan socialmente aclamada!) está a la vuelta de la esquina. El encierro, la miseria, el hacinamiento y tantas otras vejaciones a los derechos fundamentales se convierten en el pan vuestro de cada día.
Nuestra democracia se precia de ser acérrima defensora de los ciudadanos y sus derechos; una visita próxima a las inmediaciones de los “San Rafael” (de Alajuela o Desamparados) desenmascaran la careta tan demagógicamente construida.
El “conflicto emocional” es complejo. Costa Rica ha asumido compromisos internacionales mediante la suscripción de instrumentos de Derecho Internacional, principalmente el Sistema Interamericano a través de la Convención sobre Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que imponen a los suscriptores “casarse” con las teorías de prevención especial positiva.
Las teorías “re” (re-socializar, re-insertar, re…) son el discurso declarado de una utopía internacional: el sistema penitenciario debe hacer un abordaje integral del privado de libertad para, luego del cumplimiento de su sanción, habilitarlo a la “vida en sociedad”.
Frente a tan loables pero etéreos fines, la nueva corriente de populismo punitivo se yergue como un óbice de difícil superación. Desde la producción de la ley, hasta la administración de justicia están condicionadas –cuando no presionadas– por el clamor de “cero tolerancia” al fenómeno delictivo, de “sacar de circulación” a los infractores de la ley penal. En suma, oficialmente defendemos un régimen tuitivo del ser humano, pero no somos practicantes cuando de llevar la teoría a sus últimas consecuencias se trata.
Y las soluciones. Aumento en la inversión de infraestructura carcelaria, capacitación de las autoridades regentes y la aplicación de medidas correctivas ajenas a la privación de libertad, se antojan como los componentes de una pomada canaria criolla. ¿Será que nuestra sociedad, y su estructura gubernativa, son incapaces de encontrar soluciones coherentes y razonadas para la problemática carcelaria?
Voces especializadas en el estudio del “fenómeno de la criminalidad”, han sido contestes en afirmar que “la mejor política criminal es una buena política social”. El Estado Democrático, si se precia de tal, no puede esperar a la corrección para permitir espacios de acceso a educación o trabajo; cuando la brecha social se amplía, la comisión de delitos tiende a la alza. En nuestro tema, no basta pensar en el sistema penitenciario como una piedra que, en el mejor de los casos, cual proceso de alquimia, troca sentenciados en “ciudadanos modelos”. No es honesto concebir las prisiones como espacios donde bastan los barrotes, varas policiales, una colchoneta y un teléfono público.
No existe “LA” respuesta al problema. Las autoridades públicas son libres para establecer el camino por seguir, empero, su accionar debe estar encauzado por el principio fundamental de la vida en democracia: el respeto a la dignidad humana.
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