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Los yigüirros de la nostalgia

Cuando se tale el último árbol, se contamine el último río, y  se muera el último pez, solo entonces el ser humano se dará cuenta… ¡que no se puede comer dinero!

Cuando se tale el último árbol, se contamine el último río, y  se muera el último pez, solo entonces el ser humano se dará cuenta… ¡que no se puede comer dinero!
Afortunadamente aún se les escucha, aunque cada vez más aislados, más perdidos, más solitarios… más lejanos; y ya no con aquel supremo escándalo y en innumerables bandadas como hasta hace apenas pocos años, cuando al despuntar la primera luz del sol entre las sombras legañosas de la madrugada, su canto desenfadado rasgaba el frío acurrucado en las gotas de rocío desperezando la mañana, aunque hoy casi no se les ve, están desapareciendo entre muchas cosas buenas y bellas de este atolondrado mundo;  sin embargo, el gorjeo inconfundible del yigüirro siempre ha significado un hálito de esperanza, premonición bendita, bienvenida de aguaceros bienhechores y confianza en mejores tiempos.
Escuchar a lo lejos su melódico optimismo oculto entre la espesura montaraz del silencioso follaje recién amanecido, ha sido parte de la historia y el sentir costarricense, su canción  -que compite con la del jilguero, la de la marimba o la de una guitarra serenateando a la Luna-, siempre ha tocado las fibras más profundas del alma del tico -no en vano ha sido declarada muestra ave nacional-; su radar biológico le ha indicado a través de los tiempos los signos solapados en los cambios de estaciones, pero sobre todo, tradicionalmente se le ha asociado con la llegada de las primeras lluvias;  pocas aves  como el yigüirro podrían jactarse de poseer una sensibilidad inaudita que casi raya en una extraña sabiduría -si es que algún animal podría ser sabio-; aunque no vayamos muy lejos: las tortugas, por ejemplo, aventureras de océanos insondables, con su milenaria brújula incorporada desde tiempos ignotos, inscrita en su ADN y cuya carta de navegación está impresa nada menos que ¡en las estrellas!.¿Acaso no está en una portentosa, misteriosa y extraña forma de sabiduría?
Hoy en que este pobre mundo se encuentra sumido en una desquiciada ´evolución´, en que la tierra entera se sacude con estertores agónicos herida de muerte por la inconsciencia humana; hoy cuando los mares enfermos vomitan su implacable sentencia, y la polución ahoga lentamente la cristalina virginidad del agua; hoy cuando la naturaleza atónita y desconcertada ve extraviarse su ciclos más elementales y el frágil equilibrio del planeta pende de un hilo socavado de cuajo por la demencial locura de un consumismo ciego y sin escrúpulos; hoy ya no queda tiempo para lamentos, ni conjuros, ni juicios inútiles y banales. Ya no hay tiempo.
Recuerdo que hace escasos años, comentando con amigos sobre las futuras consecuencias del inminente cambio climático, personalmente juraba y rejuraba que por lo mínimo tardaría de cien a doscientos años para que empezaran  a mostrarse las primeras señales. ¡Cuán equivocado estaba! Esta sentencia apocalíptica ya la tenemos encima, y la tierra ha comenzado a sacudirse y a liberar desde el oscuro averno de sus entrañas los más terroríficos jinetes del más inimaginable apocalipsis, y lo que más me duele es que quisiera no exagerar de pesimista o agorero, pero es imposible, el escenario está instalado para la hecatombe… Por eso, también me conmueve profundamente el solitario yigüirro, sobreviviente del viento, pletórico en ausencias, creyente de milagros, trovador de insondables misterios; ese inspirado yigüirro,  plantado en su propia tozudez, llamando con frenética insistencia a una lluvia imposible que se resiste a llegar porque le extraviaron el camino; ese yigüirro ensimismado y mustio, abandonado -sin saberlo- a la inclemencia de todas las desgracias y, sin embargo, convencido de su profética misión de arar futuro. De alguna manera, ese incorruptible yigüirro simboliza, en menor o mayor medida, esa íntima ave canora que todos llevamos dentro, y que ansía escapar de nuestro pecho para esparcir por la tierra simientes de luz y de alegría…  ¿tal vez aún será posible?;  ¿quizás aún quede esperanza? No lo sé; mientras tanto a nuestro tiernísimo yigüirro le seguirá sucediendo cada vez con más frecuencia lo mismo que en aquella hermosa canción popularizada por Mercedes Sosa (qdDg):
Se equivocó la paloma, se equivocaba,
en vez de al norte fue al sur,
creyó que el trigo era agua…  se equivocaba
… se equivocaba.
 

  • Julio Vindas Rodríguez (Profesor)
  • Opinión
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