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Es realmente alarmante el grado en que lo superficial y lo antisignificativo han venido a permear todas las esferas de lo humano en la modernidad. La barbarie civilizacional actual, que nos hunde en el anonimato y en la indiferencia, en la incertidumbre y la desconfianza mutua, no tiene comparación histórica alguna. La desestructuración subjetiva y la reificación de lo relacional son un testamento vivo de la brutalidad hostilizante y desesperanzadora, de un concepto de ser humano que carece de un simbolismo significativo y transformativo. Dicha ausencia desemboca inevitablemente en una miseria existencial del ser, el cual llega a naufragar en su jornada de vida, finalmente abatido por una constante desconfirmación interpersonal, comunicativa y ontológica. Y claro, ello no podría ser de otra manera, dado que es necesario crear individuos acéfalos y averiados emocionalmente para instaurar y reproducir en el imaginario colectivo una ilusión de prosperidad nacional y global, que es en realidad un “desarrollo” grotescamente desigual, que se lleva a cabo a expensas de la miseria económica (y también existencial) del explotado y el dominado.
Es difícil no sentirse repelido e indignado por la cruel y despiadada subvalorización y subyugación del ser humano por parte del mismo ser humano, que caracteriza al sistema económico moderno. No resulta sencillo permanecer impasible ante la ofensiva de un modelo y paradigma empresarial de tipo neoliberal, en el que prolifera lo antisignificativo y lo manipulativo psicológico; precisamente con la finalidad de obviar el absurdo de la “nada feliz” en que nos ha sumido. Evidentemente, subordinación y desigualdad in extremis solo pueden generar las condiciones de un “mundo averiado” afectiva y cognitivamente; en el cual proliferan los vectores patogénicos de una incertidumbre nociva y destructiva, como lo argumentó en vida el eminente estresólogo Dr. Carlos Ml. Quirce Balma.
Y es que ciertamente la pobreza del espíritu, el subdesarrollo de lo moral, lo psíquico e intelectual, son compartidos tanto por el que escasea de lo material, como por el que está carente de lo fraternitario, del amor al prójimo, a pesar de ser rico materialmente. Deshermanados en la tragedia, más por imposición que por escogencia, caminamos todos apresuradamente hacia ninguna parte, sin rumbo ontológico ni compás afectivo y moral. Comprando chunches (o aspirando a poder hacerlo) para encubrir la ausencia de una contestación valedera. Y para intentar llenar el hoyo, que la soledad y la desesperanza instauraron en nuestros pechos. Todo ello en el seno de una cultura de la competitividad y el egoísmo extremo. En la contextualización totalizante y demoledora de una cultura y civilización posmoderna, que se ha quedado abatida, desencantada, sin respuestas…
Y mucho peor aún: sin nuevos avatares y lenguajes novedosos, verdaderos, que sienten la pauta a seguir, conceptualicen lo innombrable, y concreticen lo revolucionante en la construcción de nuevas posibilidades para redefinir nuestra realidad.
Infortunadamente, hoy en día impera una escasez de amor y una apabullante abundancia de miedo. El egoísmo y la pérdida de lo global, de lo fundamental y de la responsabilidad, determinan en gran parte el proceder humano, en distintos ámbitos de la cognición y el comportamiento individual y colectivo. Las transacciones interpersonales e interculturales, que conforman la producción y reproducción social del sistema-mundo moderno, se erigen sobre una economía destructiva basada en la hiperexplotación, la hiperriqueza y la hiperdesigualdad. La hegemonía de dicha economía de “tenebroso anticambio” es mantenida mediante una falsificación ontológica y epistemológica, que le ha robado al ser humano su “dignidad cultural y su civilización histórica” (Quirce).
Sin embargo —y en esto ciertamente estaría de acuerdo el doctor Quirce—, no son las fuerzas de la oscuridad que se ciernen sobre el mundo moderno. En la Oscuridad y en lo Profundo hay verdades que siempre pueden sanar. Son en realidad las fuerzas de la superficialidad y lo antisignificativo que en todos los dominios amenazan lo verdadero, lo bueno y lo bello, y que irónicamente se anuncian a sí mismas como profundas y reveladoras. Podemos haber perdido la Luz y lo Alto, nos dice el psicólogo integral Ken Wilber, “pero aún más espantosamente, hemos perdido el Misterio y lo Profundo, el Vacío y el Abismo, y los hemos perdido en un mundo dedicado a las sombras, los exteriores y corazas”.
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