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La brevedad del goce
Rafael Ángel Herra
Poesía
Editorial Costa Rica
2012
La brevedad del goce, la fuga de lo pasajero, la obsolescencia del jardín, ¿cómo atraparlas? Desde siempre los poetas han cantado a la brevedad del instante, a la fugacidad de la vida, a la incandescencia precaria y clandestina del deseo. Todo ello contrapuesto a la inútil, por piadosa e intangible, inmortalidad de la vida y por ende, del amor, aunque, por aquello del equívoco, debemos recordar siempre que en ese cruce extraordinario nuestros cuerpos y palabras polvo serán, más polvo enamorado.
Rafael Ángel Herra, reconocido académico, pensador, ensayista y narrador, también acude a la poesía para mostrarnos la inutilidad de la permanencia, el desdén por lo que no se materializa, especialmente en el plano erótico, espacio amplio, perseverante y espléndido, pero momentáneo. Así, el poemario La brevedad del goce, nos invita a reflexionar y a sentir la cortedad del tiempo en y desde nuestros cuerpos, en sus múltiples y ardientes maneras de amar.
Dividido en cinco apartados (Niégale tus labios a la eternidad, Herejías del deseo, La bella culpa del instante, Donde susurra el tiempo y Ruega por los gozos), Herra el poeta, nos conduce por la antesala del amor (día y noche), por los predios de la pasión (noche y día), hasta la concreción del juego amoroso que no se detiene en la metafísica del tiempo ni en la culpa sancionada por el acoso teológico. Nos estimula a la búsqueda de un verdadero centro espiritual: el nudo erótico, el juego amoroso como soporte de la encrucijada existencial. Nos invita: “… corre / anímate a gozar de la brevedad del día”.
Desde una teogonía terrenal (sería mejor decir carnal), donde Dios es el Eros y la pasión la única manera de sentirnos vivos, el poeta revisita la carnalidad de los amantes para reafirmar la vitalidad del instante, la frutosidad de la entrega, la comunión paradisiaca de los cuerpos. Desde esa perspectiva el pecado no existe porque el cuerpo de Dios está ausente. Acá lo único presente es la humanidad amante y amatoria de los seres que se encuentran en los “días de la dicha” (poema 54). En otras palabras, ante los ojos de Dios, el pecado es un acontecimiento inalcanzable, por ello “los ángeles saben pecar/cuando vagan por el mundo” (poema 51).
Por lo demás la vida parte del amor y viceversa, y para ingresar al cielo se precisa de la puerta voluptuosa que nos conduce a ella: “Abre las piernas, / ábrelas, / porque solo tus puertas / abren el Cielo” (poema 53). Dicho de otra manera, solamente a partir del pecado (carnal) se puede acceder al cielo, lo que equivale a santificar el pecado, mejor dicho, a consagrar el deseo, única vía para perpetuarnos. Pero más aún, para ignorar la eternidad, esa falacia teleológica, debemos reafirmarnos en el centro del encuentro, en el fragor de la lucha amatoria cuando aúllan nuestros cuerpos.
Obedeciendo al símbolo de la serpiente, el poeta sabe que el Edén está aquí, se manifiesta cotidianamente en la voluptuosidad de la naturaleza, en el llamado primigenio de la carne, en la diversidad de la oferta amatoria en un mundo cuya base sensorial siempre estará en nuestros sentidos y en nuestra manera de aprehender el entorno, tanto estética como sensualmente. Por eso en el discurso poético de La brevedad del goce hay un cambio en los términos de la conversación: es a partir de nuestros cuerpos y de nuestros sensores que conocemos la amplitud del mundo, y solamente a partir y a través del acto amatorio podemos realizarnos como seres convocados para el amor. Si Dios es amor, entonces amar con intensidad no es ningún pecado. Por tanto hacer el amor es un acto divino.
Lo anterior quiere decir que la culpa no existe, mucho menos en el complejo campo del amor. Tampoco el temor, esa forma atávica con que las religiones nos han vendado para no mirar la esplendidez de nuestros cuerpos, deseos y goces. Es decir, para negarnos como seres alados para el amor carnal, base de toda cosmovisión celestial. Porque si no somos capaces de amar en libertad con todas nuestra fortalezas eróticas, tampoco seremos capaces de alcanzar eternidad alguna. El paraíso está acá y nuestro deber es colmarlo con la pasión y el derrame de nuestra capacidad libidinal: el amor da vida y, por tanto, salva; su negación, el desamor, ata, oculta, crucifica. Es más, la única forma de concelebrar íntegramente la vida es liberar a la bestia del deseo que todo llevamos dentro.
Por lo demás los cuerpos y las caricias son la arquitectura semiótica de los seres humanos. En la comunicación y el goce amoroso las palabras adquieren plena ciudadanía, completo sentido. Las palabras y las cosas, sea, la poesía. Porque el desdoble de nuestros cuerpos en la hora maravillosa del trance amatorio, es la construcción de un abecedario nuevo donde la palabra se materializa en y desde el mismo hecho poético, desde el mero acontecimiento artístico, esa instantánea casi mística. De tal modo que la poesía reside en nuestros cuerpos y desde ellos brota en, y, con palabras renovadas que podrían, de alguna manera, perpetuar el “polvo enamorado” del célebre poeta español.
O como bien sentencia el hablante lírico del poemario en cuestión: “Solo quedará un pequeño gozo / de lo que ya pasó”.
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