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Esa creatura de la modernidad que es el estado-nación ha demostrado ser, dentro de la escena contemporánea, la expresión de una ansia devoradora de todo lo humano y lo divino que pueda pulular en su entorno, la que se exterioriza en las formas de actuar propias de unas elites del poder que suelen actuar en su nombre y representación. Con una especial insistencia en el control territorial, tal y como Max Weber lo definió en un célebre discurso a unos estudiantes alemanes, allá por el año de 1919, se trata de una asociación política que reclama para sí, con éxito, el monopolio en el ejercicio de la violencia legítima dentro de una cierta área geográfica. Es decir, que el factor poblacional o el componente humano que también lo conforma no es algo tan esencial, en términos de los alcances de esta definición, dentro de lo que resulta ser un vivo contraste con la importancia creciente que cobra el llamado control soberano del territorio que lo conforma.
Esta obsesión acerca del control territorial, por parte de las élites del poder y de algunos sectores de la llamada sociedad civil que suele aflorar, con cierta periodicidad, pero especialmente cuando se presentan problemas de legitimación en relación con los mandatos de quienes pretenden o procuran la obediencia y el reconocimiento de quienes habitan dentro de su territorio y poseen por lo tanto la condición de nacionales o autóctonos de un determinado país, resulta ser una buena cortina de humo. De ahí que los gritos del coro de quienes hablan de la soberanía quebrantada o violada por los foráneos ,se convierten en la expresión de un acto circense con el que se busca disimular los problemas de legitimación a que se enfrentan las elites del poder, algo así como un distractor hacia problemas internos más graves, tal y como sucedió con las acciones del genocida régimen militar argentino, cuando en 1982, en un acto desesperado se lanzó a la reconquista del Archipiélago de las Islas Malvinas, ubicadas en el Atlántico Sur dentro de una área próxima a sus costas; todo ello en procura de disimular el drama de los treinta mil detenidos desaparecidos, que apenas comenzaba a aflorar en esos días.
Las regiones fronterizas son por lo general una expresión del abandono y la indiferencia hacia sus pobladores, por parte de las elites de los poderes centrales de cada estado-nación, tal y como ha sido la política sistemática del estado de Costa Rica hacia quienes habitan sus fronteras con Panamá y Nicaragua. Es así como el deterioro de los caminos y la carencia de servicios esenciales se traduce en los lamentables espectáculos que presentan Paso Canoas y otras localidades fronterizas del sureste costarricense, lo mismo sucede hacia el norte donde las peores instalaciones aduaneras son las de Costa Rica, en contraste con las de la vecina Nicaragua. En realidad poco importa la suerte de sus habitantes, los que sólo adquieren alguna importancia durante los períodos de consulta electoral, pues al fin y al cabo todos los votos cuentan para que las elites del poder puedan seguir beneficiándose con el patrimonio de la nación, que en la práctica opera como una propiedad particular de quienes detentan el poder.
Espacios de cooperación y no de confrontación deberían ser las áreas fronterizas entre dos estados nacionales, sobre todo teniendo en cuenta que los habitantes de estas regiones, hacia ambos lados de la imaginaria línea fronteriza son en realidad las mismas gentes, los mismos campesinos, con las mismas carencias y olvidos de sus gobernantes de turno, en cada caso. Resulta absurdo, inhumano y hasta ridículo ignorar que las poblaciones chiricanas y bocatoreñas están emparentadas con sus homólogas de las provincias de Limón y Puntarenas de Costa Rica, situadas además en zonas de frontera cultural y lo mismo sucede con los habitantes de Los Chiles y Upala en relación con quienes viven en San Carlos de Nicaragua y en otras poblaciones próximas al lago Cocibolca y al Río San Juan. Se trata de gentes que mantienen lazos de parentesco entre sí y tienen legítimas aspiraciones comunes para conquistar una vida mejor para los suyos y sus descendientes y ahora de lo que se trata, a contrapunto de la perspectiva weberiana del estado nacional, es de resaltar la importancia de los seres humanos sobre las áreas territoriales en sí mismas. Las desprestigiadas elites de Costa Rica con sus trochas y sus periódicos arrebatos patrioteros a lo sumo dan lástima, sino fuera por los graves actos de corrupción y la ausencia de escrúpulos que muestran algunos de ellos, en medio del júbilo de sus obsecuentes corifeos. En síntesis, que ha reaparecido la norma de la ilegitimidad, tal y como nos los recordó recientemente el maestro de la sociología política costarricense, don José Luis Vega Carballo.
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