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«Soy como el burro que tocó la flauta”, dijo Elena Poniatowska con coqueta modestia al dar las gracias durante la inauguración del Coloquio Internacional dedicado a ella y organizado en el Colegio de México por Elena Urrutia del Programa Interdisciplinario de Estudios sobre la Mujer. Esta frase pintoresca y completamente inexacta transparenta la elegancia y simpatía de la escritora que aspiraría a soslayar así la riqueza y diversidad de una sólida obra literaria que abarca la novela, el cuento, la crónica, el ensayo y, por supuesto, el periodismo, la entrevista, el reportaje. La ironía de Elena Poniatowska es un rasgo principesco, un gesto de larguèsse ante la susceptibilidad envidiosa de una comunidad literaria snob y displicente que hasta hace muy poco tendía a descartar a la vocación creadora de la escritora para subrayar su profesión periodística y así, por virtud de una manipulación ideológica, contaminar con la sombra de la superficialidad y el sentimentalismo (atributos del periodismo) la gravedad de los enunciados y denuncias que trabajan sus crónicas, ensayos y reportajes, para no hablar de la audacia creadora de su quehacer artístico en la novela, el cuento y el ensayo.
Distingo tres elementos en la prosa, en la obra de Elena: el plano autobiográfico, el plano periodístico y propiamente de investigación social sistemática en sus diversas figuras en Todo México, el plano histórico y cultural: Elena como una gran devoradora de su propio tiempo. Una geografía humana de México animada por un soplo libertario no solo en los temas, sino en la forma. Poniatowska como una gran experimentadora en su propia escritura. Encarna el reto de ir en busca de nuevas textualidades renovando a cada paso la memoria de lo literario.
Infatigable trabajadora, tenaz enamorada de su trabajo creador, Elena Poniatowska no es en modo alguno una escritora ocasional. Todo lo contrario. Elena se ha pasado la vida, como sugería Alfonso Reyes, con la pluma en la mano, los ojos y los oídos abiertos, con la grabadora siempre encendida y haciendo de este instrumento una caja de resonancia polifónica de la página que ella ha sabido transfigurar en una caja de música escrita como, por ejemplo, en la novela-reportaje Hasta no verte Jesús mío. O en una caja de estremecedora música marcial como en La noche de Tlatelolco, ese oratorio coral donde campean la muerte y la resistencia. O en una caja de música de elegiacas notas como en Las siete cabritas. O en una caja polifónica y abigarrada, como en la finísima maraña cosmopolita de Tinísima, o en los cuentos, excepcionales como diamantes, de su reciente colección: Tlapalería. La música de Elena Poniatowska no es por supuesto convencional ni estática. Prosa en movimiento, la de Elena Poniatowska es un instrumento plural: una orquesta –y no una flauta– donde la inteligencia sensitiva reconstruye las muy diversas voces de la ciudad literaria y política y de la humanidad sin ciudad, de las humanidades emergentes en el margen.
Entre las voces que se dan cita en la obra literalmente multánime de Elena Poniatowska, sobresale en la percepción de nuestro oído la voz de la voz, la voz maestra, una voz híbrida, a veces muda, donde el arte del decir se alimenta del arte de callar y desaparecer a tiempo. Una voz a veces también prístina y limpia. Pero ¿cual sería en Elena Poniatowska la voz de la voz? ¿Qué timbre tiene? Tiene, a riesgo de simplificación, un timbre profético: Elena Poniatowska, como algunos profetas de la Biblia, se limita a decir lo que ve, a transcribir lo que oye y escucha, a decir y a decirse a través de los otros, de las otras, como en el libro de semblanzas, en parte ficticias, en parte históricas, reunidas en el volumen Las siete cabritas, obra donde se decanta la variedad estilística y musical de Elena Poniatowska. Esa voz profética se alimenta de una experiencia de la otredad: Elena Poniatowska puede ser considerada una escritora extraterritorial, para evocar la expresión de George Steiner.
George Steiner en sus ensayos de Extraterritorial habla de la conciencia cultural bilingüe de aquellos que se expresan en una lengua segunda, de Kafka, Nabokov, Borges, Samuel Beckett, y podríamos añadir Gil Vicente, Elías Canetti, Joseph Conrad, Kozinsky. Elena Poniatowska, una autora cuya experiencia del idioma es una experiencia crítica, segunda, ya que su lengua materna fue el francés, y su idioma literario parecería iluminado y sostenido por la libertad de un bilingüismo radical. Elena Poniatowska aprendió como segunda lengua el castellano, brindándose así la oportunidad de ver y oír el mundo ambiente a través de la retícula mágica de la traducción invisible que ella ha sabido llevar a extremos crecientemente originarios. Es en Elena Poniatowska notable la avidez de crearse un orden universal a partir del oído. La avidez con que Elena Poniatowska absorbe y se forma una lengua solo es comparable al sentido de apropiación del país y de su cultura por medio de la escritura. Todo México es un título en la mejor tradición de guía de forasteros, título de guía de turistas, de geógrafo, de historiador natural. Todo México: historia natural de México, historia de México al natural, enciclopedia de México y de su sociedad a través de sus voces. Elena Poniatowska con una suerte de Buffon o de Linneo de la sociedad mexicana.
Es profética la voz de Elena porque siempre dice la verdad. No sabe mentir. Ha hecho de la búsqueda de la verdad no solo un arte poética y literaria, sino también un arte de pensar y un arte de amar: un arte política. Una política irritante, inconveniente, incómoda para los oídos convencionales de los profesionales de la política y del acomodo. Búsqueda de la verdad que pasa por la búsqueda de las verdades individuales, la de Elena Poniatowska es una búsqueda ética y estéticamente arriesgada, una búsqueda del lugar civil y literario para las otras voces, las voces de los otros en la cultura mexicana y latinoamericana contemporánea.
Por eso no se puede leer a Elena Poniatowska impunemente: una vez leídas sus páginas, ya sea en la voz de Jesusa Palancares, la de los muertos y heridos de Tlatelolco, o en las voces narradoras de sus diversas obras –de Tinísima a La Flor de Lis– no sabríamos escuchar del mismo modo las voces intrincadas y entrañables desamparadas en México.
Queda, por último, apuntar al paso la función secreta de la música en la técnica narrativa de Elena Poniatowska, en sus cuentos y novelas, en sus ensayos y reportajes y aun en sus entrevistas.
La función de la música –la música de la prosa, en la vida de los personajes (por ejemplo, en La Flor de Lis) o en las partituras subyacentes a sus ensayos y crónicas– recuerda una voz indeleble del poeta Eliseo Diego: oído fino, corazón inteligente. Así, el oído fino de Elena Poniatowska nos permite hacer el viaje más peligroso de todos: el camino de regreso a casa, el camino que devuelve el sentido individual y colectivo a través del conocimiento escrito de las circunstancias. Y el que escribe bien, la que escribe bien, dice dos veces la verdad.
En Elena Poniatowska la figura clásica del sacrificio de la inteligencia ha de pasar para nosotros sus lectores como una piedra preciosa que, al pulsarla entre los dedos, la interrogan. ¿Sacrificio de la inteligencia o sacrificio por la inteligencia? ¿La inteligencia sacrificada ante el noble altar del compromiso; o bien ante la estabilidad y el conformismo, o bien incluso ante el poder sin pudor? ¿O bien se trata de la inteligencia que se (auto) sacrifica? ¿Por qué? El sacrificio está en la razón misma de la inteligencia o, al menos, de la auto-conciencia. No es la inteligencia –o no lo es solo– eficiente instrumento, arma. Es, más allá, una cierta conciencia de la vida, de la historia, del universo, de la poesía, la música, el silencio, el amor, la escritura, la lectura, la relectura, la conversación, el pan compartido, la alegría de cada momento, y la ilusión, la invitación a tomar conciencia de la inteligencia en el mundo, del sacrificio de la inteligencia ante la comprensión de todo eso.
Desde este horizonte, Elena Poniatowska se destaca con vivacidad y vitalidad (epíteto que suele aparecer en los saludos que le dedica su amigo Carlos Monsiváis) con su aura de ciudadana pluma en ristre, bien ganada desde La noche de Tlatelolco y Fuerte es el silencio. Con su cristianismo no tan soterrado, con su práctica y religión de la solidaridad civil de la cual ha sido oficiante, cronista, coro, editor, apuntador, narrador, reportera, entrevista, novela, cuento, poesía y verso, como aquellos que ya publicó hace años cuando casi era niña en la revista católica Ábside. Elena, nuestra Elena, es un híbrido de Simone Weil y de Jean Daniel o, para acercarnos más aquí, de Frida Khalo y de Manuel Payno, o si se prefiere, de Carlos Fuentes. Ahí les dejo el relleno de estos paralelos como tarea para el próximo homenaje.
Tomado de La jornada
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