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El periodista y científico argentino Federico Kukso acostumbra vincular los descubrimientos de la ciencia con otras actividades y conocimientos del quehacer humano; para él, el arte y la ciencia van estrechamente ligados. Así lo muestra una vez más en este artículo sobre el bosón de Higgs, que publicó originalmente en la revista Ñ.
En las primeras páginas de La partícula divina: si el universo es la respuesta, ¿cuál es la pregunta? (1993) del Premio Nobel de física Leon Lederman y el escritor Dick Teresi, aquel libro que infamemente rebautizó religiosamente al bosón de Higgs, hay un breve y hermoso texto del novelista inglés David Herbert Lawrence que funciona tanto como señal de alarma como confesión de brutal honestidad: “Me gusta la teoría de la relatividad y la cuántica porque no las entiendo, porque hacen que tenga la sensación de que el espacio vaga como un cisne que no puede estarse quieto, que no quiere quedarse quieto ni que lo midan; porque me dan la sensación de que el átomo es una cosa impulsiva, que cambia siempre de idea”. Al igual que con The Sane Universe (sobre la cordura del átomo, del espacio, del electrón) y The Third Thing (acerca de la composición química del agua), con este poema llamado Relativity, Lawrence reaccionaba visceralmente ante la “nueva física” de principios del siglo XX, un manojo de conceptos atractivos para el oído –pero esquivos al resto de los sentidos– y frases con lejano eco esotérico y alquimista que su mente aún victoriana (y clásica) era incapaz de aprehender. Para la siempre distorsionada imaginación popular, Newton tenía su manzana, Darwin su mono y James Watt su máquina de vapor. Pero Albert Einstein no tenía nada, salvo su fama, aquella que lo inundó el 6 de noviembre de 1919 cuando una expedición inglesa, frente a la costa occidental de África, observó un eclipse y verificó la predicción más resonante de la relatividad general: la luz de las estrellas se desvía en presencia de un cuerpo masivo. Harto de la guerra, el mundo consagró a un hombre excéntrico que, guarecido en su oficina de patentes, parecía haber adivinado las leyes del universo y atisbado hasta la misma creación, sin ningún otro instrumento más que su pensamiento.
Y sin embargo, Lawrence, “el novelista imaginativo más grande de nuestra generación”, según E. M. Forster, el escritor censurado, perseguido y acusado de depravado por su frondosa curiosidad sobre la sexualidad humana, seguía sin comprender los postulados de una revolución cognitiva y filosófica desplegada por el “club cuántico” de Einstein, Planck, Schrödinger, Heisenberg, Dirac y Bohr, entre otros gigantes dedicados a diseccionar la realidad. Y aun así, al escritor inglés le fascinaban.
Quizá no hacía falta que los entendiera. Como también lo percibieron en silencio (y para sus adentros) millones de personas ajenas al submundo de la física al enterarse hace unos días del hallazgo –al fin– del bosón de Higgs por parte de los científicos del CERN, a Lawrence lo invadió el mismo vértigo y adrenalina que arrecian en cada tramo de una montaña rusa. Era (es) la sensación del cambio de una era, en este caso de una disciplina que en poco tiempo avanzó y se especializó tanto que para muchos se convirtió en una lengua impenetrable y con pocos hablantes, como el euskera, el quechua o el navajo. Sus premisas y conclusiones parecen –y sólo parecen– lejanos a nuestras vivencias.
Son los efectos cegadores de una niebla. Una vez aminorada la efervescencia del anuncio –irónicamente, un 4 de julio, como testimonio del triunfo de la ciencia europea (e internacional) frente a la física estadounidense–, aplacadas la “Higgsteria” y las movidas del márquetin científico se aclara y distingue un panorama cultural mucho más atractivo que las tecnicalidades que promueven mutaciones en la imaginación.
LA FÍSICA DE MOBY-DICK
No falta quien recuerde (por enésima ocasión) a Charles P. Snow y su diagnóstico de 1959 sobre las “dos culturas”, el abismo que (supuestamente) separa la cultura humanista de la científica. “La vida intelectual de toda sociedad occidental se divide cada vez más en dos grupos –señaló este físico y novelista inglés primero en una conferencia y luego en el ensayo The Two Cultures and the Scientific Revolution–. Los intelectuales literarios en un polo y los científicos en el otro. Entre los dos grupos existe un golfo de mutua incomprensión, en ocasiones de hostilidad y antipatía, pero sobre todo de falta de entendimiento”.
Aunque aún resuena esta observación algo simplista de la brecha entre dos tribus, el coming out del bosón de Higgs, la ballena blanca, la Moby-Dick de la física de partículas, la pieza que faltaba para rematar el Modelo Estándar de la física de partículas –la tabla periódica del mundo subatómico– encontrada en aquella rosquilla de 27 km de diámetro llamada LHC, da razones para creer que estos dos continentes están más conectados que nunca. Como si el cambio climático hubiera derretido los casquetes polares de la discordia y se tendiesen entre ellos nuevos puentes. Así como en los últimos 50 años el paleontólogo Stephen Jay Gould (La falsa medida del hombre), Carl Sagan (Los dragones del Edén), Murray Gell-Mann (El quark y el jaguar) y Steven Weinberg (Los tres primeros minutos del Universo) revelaron la dimensión literaria de la odisea científica, el bosón de Higgs deslumbra tanto por su aparición como por su increíble potencia narrativa.
El desfile para la ocasión de las más ingeniosas analogías y metáforas –aquellas herramientas cognitivas que nuestros cerebros demandan para comprender en clave visual y espacial conceptos abstractos– nos recuerda el lugar central que ocupa el lenguaje en la ciencia, así como las limitaciones del esfuerzo (y deber) divulgativo por romper el cerrojo de lo incomprensible.
Ante los ojos del mundo, esta esquiva partícula teorizada en los sesenta por Peter Higgs (y otros cinco físicos ahora olvidados) y que compone el llamado campo de Higgs fue –a la vez– un “océano” invisible (que impregna todo el espacio, abarrota el vacío y tira de la materia, haciéndola pesada y dándole masa: sin masa no habría estrellas, planetas, átomos, no habría “nosotros”, no habría historia) y fue también un “residuo” directo del Big Bang, la primera cosa que existió una fracción de segundo después del origen de nuestro universo.
Para iluminar el sentido de la idea, se comparó también al bosón de Higgs con el concepto de fuerza en Star Wars y, por caprichos de un editor, se lo canonizó como una partícula “divina”, si bien la intención de Leon Lederman era llamarla “the Goddamn Particle” o la partícula maldita, dada su villana y huidiza naturaleza. Otros, mientras tanto, lo pensaron como un campo de hierba alta o bien como una pileta de miel que se pega a una partícula a medida que avanza.
La metáfora más potente, sin embargo, no nació en estas semanas sino hace casi 20 años. Corría 1993 y el entonces ministro de ciencias británico, William Waldegrave, hizo lo que hacen los ministros: se quejó del dinero gastado, en este caso, en la caza de una partícula que nadie sabía para qué servía. Y como buen ludópata, desafió a los científicos ingleses a postular la mejor y más clara explicación. La revista Nature terminó por coronar al físico David Miller por su creativa analogía que decía: “Imagine una fiesta de su partido con políticos distribuidos uniformemente en la sala, cada uno hablando con sus vecinos más cercanos. Margaret Thatcher entra y cruza la sala. Todos los políticos la rodean para saludarla. A medida que se mueve, atrae a las personas a las que se va acercando, mientras que las que dejó atrás regresan a sus posiciones. Debido al amontonamiento, la Primer Ministro adquiere, en términos físicos, una masa más grande que la normal. Este es el mecanismo de Higgs, crucial para la estructura del universo”. Así imaginados, los políticos serían bosones de Higgs, aunque en nuevas versiones de la metáfora el rol de estas partículas recientemente halladas lo desempeñan desde un grupo de paparazzi a fanáticas de Justin Bieber.
TERREMOTOS CULTURALES
Como a un jugador de fútbol se le reclama que haga goles, al bosón de Higgs se le exige aplicación, que sirva para algo. No le tienen paciencia. Aunque deberían: cuando J. J. Thomson descubrió el electrón en 1897 no se imaginó que en unas décadas conduciría a la proliferación de la electricidad que cambiaría para siempre la humanidad. Cuando se hallaron los positrones en 1932 no se imaginaba que en el futuro se iban a usar en tomografías o que usaríamos la teoría de la relatividad en nuestros GPS para no perdernos.
Mientras tanto, el bosón de Higgs aguarda en la oscuridad, alrededor nuestro como un nuevo éter, desde donde impone una nueva simbología científica desplazando al ADN y al átomo como iconos centrales de nuestra era de constantes descubrimientos científicos. Si hasta ahora el ADN era la Mona Lisa de la ciencia, el bosón de Higgs –y la imagen caótica y violenta de protones en choque– es un cuadro de Pollock.
En un tiempo en que se diluyen las fronteras entre arte y ciencia –dos medios para explorar mundos que escapan a la percepción, a las apariencias–, no hay campo que no se sacudirá ante su presencia. La historia de la pintura y la literatura lo demuestran: el descubrimiento de los rayos X alteró la concepción espacio-temporal de todos a comienzos del siglo XX. Picasso desarrolló Las señoritas de Aviñón en la misma atmósfera intelectual en la que Einstein concibió la teoría de la relatividad especial, que a la vez influyó en la obra de Proust (En busca del tiempo perdido, 1913-1927), James Joyce (Ulises, 1922) y en Dalí: La persistencia de la memoria (1931) es su cuadro relativista y Paisaje con mariposa (1956) sería luego su obra genética.
La exploración espacial se escucha en las canciones de David Bowie, las neurociencias y el cambio climático se leen en Sábado y Solar de Ian McEwan y la biología y la experimentación científica se sienten en Las partículas elementales de Michel Houellebecq.
“Mi ambición es vivir para ver toda la física reducida a una fórmula tan elegante y simple que quepa fácilmente en el dorso de una camiseta”, escribió hace unos años el físico Leon Lederman. Aunque ese día todavía no llegó, falta menos. En el caso del bosón de Higgs, que ya intriga y confunde a personas curiosas como en su momento fue D. H. Lawrence, seguramente tendrá quien lo imagine, le cante, le escriba.
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