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La información es poder. Tanto es así que, de acuerdo con el visionario político irlandés Edmund Burke, la prensa representa nada más y nada menos que el cuarto poder (con evidentes influencias sobre los otros tres —legislativo, ejecutivo y judicial— que caracterizan el Estado de Derecho); en el bien entendido de que esta cumple el valioso cometido de brindar datos veraces de interés público —fiel al código deontológico de la profesión periodística y no a chalaneos que la desmerecen—, cercenar o limitar su alcance supone una amputación mimética del ejercicio de la democracia al socavar sus mismos fundamentos de transparencia.
La organización “Reporteros sin Fronteras” advierte en su último informe anual sobre el retroceso de la libertad de prensa en el mundo como tendencia generalizada, especialmente a raíz de la Primavera árabe, tan celebrada por las masas como denostada por los regímenes amenazados —Túnez, Egipto, Libia y Siria (tristemente en el candelero a causa de sus brutales represiones)— por este súbito florecimiento que sus cabecillas intentan desmochar a toda costa, no solo censurando Internet y las redes sociales, sino también encarcelando y asesinando a periodistas incómodos.
La divulgación del caso Watergate por parte del periódico The Washington Post supone un hito en esta prerrogativa de la prensa. La denuncia de escándalos de corrupción es una responsabilidad ética que incluso puede derivar, como sucedió con R. Nixon, en la dimisión de un jefe de Estado. La directora del rotativo más antiguo de Washington D.C. en aquel ojo del huracán político, K. Graham, revela en su autobiografía “Una historia personal” las zozobras y amenazas que sufrió la empresa y ella misma durante dos años hasta que se hizo efectiva la renuncia del trigésimo séptimo Presidente de Estados Unidos. David salió triunfante contra Goliat, pero tal vez hubo un contrapeso invisible en su honda (recuérdense los vínculos de The Washington Post con el Club Bilderberg, conocido con el sobrenombre de “gobierno global”).
Sin embargo, la prensa —que no es inmune a partidismos, líneas editoriales e ideologías— no siempre actúa como el sanctasanctórum de la verdad: además de reflejar opinión pública, tiene la capacidad de moldearla. Es necesario, por lo tanto, que el ciudadano desarrolle una visión crítica para leer entre líneas los acentos de determinadas crónicas. El llamado periodismo amarillo (supongo que en alusión al desteñido del color original de las fuentes) llega hasta el punto de convertir mentiras en realidades impuestas, como cuando el magnate de los medios de comunicación, W.R. Hearst –inspirador del mítico filme “Ciudadano Kane”-, contestó en 1898 al telegrama de paz de su reportero en La Habana sobre las tensiones hispano-estadounidenses: “usted facilite las ilustraciones y yo pondré la guerra”. G. W. Bush tomó buena nota de esta táctica para inventar pretextos de invasiones echando mano de amenazas fantasma.
La apreciación del presidente del Instituto de Prensa y Libertad de Expresión, A. Delgado, acerca de la transgresión penal en que Semanario Universidad hubiera incurrido de haber publicado el “Memorando del miedo” si en 2007 hubiera existido la rebautizada Ley Mordaza, no es gratuita (Semanario Universidad, 18-24/07/12). Lo increíble es que cinco años más tarde sus autores sigan impunes, validando el retrato que la embajada norteamericana hizo de Costa Rica entre 2005 y 2010 como “democracia disfuncional” según cables revelados por WikiLeaks (ejemplo paradigmático de filtraciones en la era digital que en buena lógica irritan a quienes tienen algo que ocultar, difuminando deliberadamente los límites entre secreto de Estado e intereses personales).
Y puestos a penalizar la libre expresión, ¿por qué no aprovechar semejante ola fiscalizadora para hacerla extensiva a los exabruptos que los acusados de corrupción tienen la desfachatez de esgrimir a modo de grotesca defensa? Partiendo de la base de que no todo lo legalmente permitido es moralmente aceptable, ¿por qué no sancionar el socorrido recurso del “no lo sabía” (exministro de Hacienda F. Herrero) o “no me acuerdo” (célebre gracias al expresidente J. M. Figueres en el caso “Chemise” y, en vista de su buena acogida judicial, utilizado descaradamente por cuantos se ven cuestionados a la hora de rendir cuentas de sus funciones)? Tal vez así se solucionarían inoportunos síntomas de amnesia —escupitajos al pueblo soberano— y se podrían dar noticias más alegres.
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