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Woody Allen, Jesse Eisenberg y Greta Gerwig son protagonistas en “De Roma con amor”.
El “con amor” del título no es propiamente sarcástico, pues un velo de bondad cobija las acciones y el filme invita a degustar la vida en cada instante, pese a su inevitable fugacidad. Mas, la verdad es que la película sugiere cómo cuanto más se acerca la gente entre sí más se alejan sus corazones. Y las diferencias de edad, condición socioeconómica y pasiones subrayan esos (des)encuentros, que definen sus anhelos. Un casi octogenario Woody Allen se mantiene dispuesto a la creación audaz (rompe de nuevo las coordenadas), al gag ingenioso y a la sátira desbocada. Asimismo, siempre incómodo, ahora se le ve padecer más el horror a la vejez y al vacío que le sigue, aunque él procura ponerle buena cara, resignado a la consuetudinaria incapacidad de amar de los seres humanos, cuya búsqueda frenética de afectos se consume en sus egoísmos. Esto se despliega en el filme con altibajos de drama y humor (este último, gustoso, lo permea todo). Es cierto que sus relatos se desatan sin la arquitectura de un experto (como las callejuelas de la ciudad), pero el cineasta prestidigitador cautiva con su desfile de atracciones.
La ligereza que se le atribuye me parece falta de atención, pues diálogos y acciones surgen de conflictos cruciales de la condición humana; sin la solemnidad de Shakespeare, sí, mas, ¿acaso no con su comprensión? Por eso siento que disfruté más que otros de la múltiple riqueza de este enjambre de cuentos dispersos (por demás, tan italiano). El filme inicia con una metáfora de sí mismo; los giros de un agente de tráfico en un cruce de calles donde el azar y el desorden lo dejan mal parado y, sin embargo, él conserva su buen humor y gentileza.
Pienso que el último filme del autor es más sabroso, y más profundo y riguroso, que lo que le reconocen quienes se quedan atrapados en sus primeras vueltas sin calar en su sabiduría y nostálgico gusto por la vida. Además, Woody Allen logra, de nuevo, un ensamble maravilloso de intérpretes, sus cómplices, que pueblan de significados cada frase, cada gesto y cada detalle del recorrido. Es un muestrario de apetencias humanas que, como en una de esas fabulosas “gelaterías” italianas, cautiva con su colorida magnificencia (cataratas voluptuosas de sabores), para luego derretirse —es un placer fugaz, como todos— y quedar reducida a un recuerdo que se desdibuja.
Por otro lado, construye tiempo y espacio suficientes para golpear, con fiereza repleta de comicidad, la banalidad de la fama que lleva a una deshumanización pavorosa. Lanza sus dardos con plena convicción y mucho acierto.
Confirmo mi admiración agradecida por la autenticidad y coherencia de Woody Allen en todo sentido. Luego de explorar una y otra vez su amado Nueva York, ahora hace de cartógrafo, como un viajero curioso del siglo XIX, en grandes y bellas ciudades repletas de historia con mayúscula y de mínimas historias que, sin embargo, son todo para sus protagonistas. En la globalización, donde otros mundos son un tsunami de imágenes al alcance de un clic, él discierne, y aún las tópicas las destaca con la fina e irónica visión de un hombre sabio, muy a su pesar.
A diferencia de Barcelona y, especialmente, París, que me resultó tan entrañable, como no conozco Roma —aunque sí Italia— tuve que confiar en sus criterios para ese recorrido donde lo particular se engarza con lo universal conforme a su muy propia voluntad. Es cierto que, como en la vida misma (sueños incluidos), sus cuentos se atropellan y enredan, y predominan los altibajos, por lo que su depuración es trabajo del espectador. Labor por demás estimulante.
Esa coherencia suya, la encuentro en otros dos filmes notables, pero más ásperos y tristes. En la desmedida lucha por la vida de Violeta Parra en su Chile herido “Violeta se fue a los cielos” (Andrés Wood), donde su biofilia camina descalza con su amargura y una derrota final que la consagró en la memoria; “Gracias a la vida, que me ha dado tanto”, en la voz dulce y quejumbrosa de una mujer a la que la vida le negó tanto. Y, en “Una separación”, donde Asghar Farhadi, de forma sutil, pero implacable, revela las cadenas de la teocracia iraní en la vida cotidiana de familias prisioneras de sus pequeñeces, incapaces de otra cosa que amancebar rencores; qué desperdicio.
Ante el acecho de la muerte pisándonos los talones, como al caballero del “Sétimo sello” (el venerado Ingmar Bergman), mejor anclemos en la visión radical y trascendente de Akira Kurozawa en su último cuento de “Sueños”, “La aldea de los molinos de viento”. Otro mundo es posible para vivir y morir en paz.
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