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Hoy, se encuentra muy de moda escuchar hablar sobre igualdad social y derechos humanos, pero muchas veces hasta estos conceptos presentan una doble moral. La lucha por la igualdad de derechos no debe detenerse en personas de diferente etnia o raza, en personas provenientes de países distintos o por su orientación sexual, sino que hay mucho más allá en lo que se debe pensar.
Conforme pasa el tiempo se forma un embudo que excluye muchas partes de la sociedad, las cuales no son menos importantes. Tal es el caso de los ciudadanos que presentan la enfermedad adictiva, quienes cada vez son más sensibles a los ataques de una sociedad consumista, que no está dispuesta a ofrecerles el tratamiento que necesitan y que no abre espacio para que se reinserten dentro de ella; todos los días se trata de una sociedad más egoísta y, sobre todo, escéptica ante la realidad.
Para esta nueva generación de individuos, parece diversión andar por ahí buscando cómo tachar a aquel que se encuentra en la calle, a aquel que no tiene ropa fina y que hoy se refugia en el alimento que dan los más dolidos de la ciudad: las drogas. Sin embargo, son muy pocos los que se preguntan por qué esa persona llegó a ese estado, como la vulnerabilidad en la que creció lo arrojó a esa situación; sólo ven la fachada del resultado de la ingrata desigualdad. Esta vulnerabilidad está basada en un conjunto de condiciones políticas, sociales y económicas en las que se desenvuelve aquella persona que vemos en las calles, las cuales limitan la capacidad de desarrollarse ante diversas situaciones de riesgo.
Peor aún, no sólo se ignora la clara situación de injusticia que se evidencia en lo que se aprecia desde lejos, sino que tampoco se busca el mínimo cambio para lograr restablecer a los que lo necesitan. No es real la posibilidad de sacar a una persona de la dependencia a las drogas y hasta de la indigencia, si luego no tiene una familia que le brinde su apoyo, un trozo de pan con que alimentarse o un techo bajo el cual descansar. Los gobiernos vuelven la cara al pensar en esto; por el contrario, se dedican a criminalizar y penalizar al que está más indefenso, al que es más fácil de atacar.
Un claro ejemplo al respecto es que dada la ilegalidad de muchas de las sustancias utilizadas por los usuarios de drogas, sus prácticas son objeto de procesos de etiquetamiento y criminalización, lo que explica las altas tasas de encarcelamiento de esta población. Es sabido que las prisiones tienen características que incrementan el riesgo de transmisión del VIH y otros problemas sociales. Habitualmente entre las personas privadas de la libertad, la prevalencia de VIH, hepatitis B y C y tuberculosis es mayor que en las comunidades que las rodean. Está bastante claro que la solución para alguien que merece ser tratado como una persona y no como una plaga no es ésta. Para arreglar este tipo de conflictos se debe trabajar más en la raíz de las situaciones desde un enfoque de salud pública y no sólo encarcelando a los que logran atrapar.
Además, el concepto de prohibición encuentra al menos dos líneas de justificación: la línea policíaca, fundada en argumentos moral-cívicos, y la línea terapéutica, fundada en argumentos psiquiátrico-psicológicos.Donde la centralidad en la patología o el delito, a su vez, enmascara la compleja articulación de poder, las estructuras del tráfico, la economía política de la droga y la diversidad de sus expresiones en las relaciones sociales. También es curioso cómo se identifica a la droga como una expresión de una actitud individual o de grupo de oposición a lo establecido por la sociedad. En una sociedad en la que la lógica del consumo se impone como condición de inclusión social, la persistencia de este estereotipo parece más vinculada a una necesidad de fijar un rol social para la juventud o para la sobrevivencia en las calles.
Todos estos argumentos dirigen a tachar lo que la sociedad no ve correcto, pero, ¿sí es correcto la desigualdad, la pobreza, el desempleo, la injusticia social y la corrupción? Hace falta que esto sea criminalizado por igual.
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