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El fundamentalismo surge en Estados Unidos a finales del siglo XIX y principios del siglo pasado como un movimiento contrario al modernismo. Su nombre deriva de la obra colectiva The Fundamentals, editada entre 1910 y 1915. Los 12 fascículos de esta obra consideraban incuestionable la Biblia en todos los campos del saber e irrefutables varios dogmas cristianos.
A pesar de que el fundamentalismo se nutrió de las conferencias de verano del Campamento Bíblico Niágara (1880-1900), plasmadas en las notas de la Biblia de Scofield (que abarcaron temas como el Rapto de los cristianos y la Gran Tribulación), el término fundamentalista no se popularizó sino hasta 1920, un año después de la creación de la World’s Christian Fundamentals Association, cuando el editor del periódico neoyorquino Watchman-Examiner lo consideró un elogio y no un insulto para quienes eran consecuentes con dichas doctrinas.
Posteriormente, en diferentes contextos, el término fundamentalismo se utilizó de forma análoga a movimientos religiosos que presentan, según el teólogo J. Pixley, las siguientes características: a) escriturísticos, b) virulentamente antimodernistas, c) con proyectos políticos restauracionistas, d) autoritarios y patriarcales.
En Costa Rica hoy existe un evidente fundamentalismo religioso que puede ser agrupado en dos sectores: 1) el fundamentalismo cristiano strictu sensu, presente en parte del movimiento protestante, principalmente en algunas iglesias pentecostales y neopentecostales; 2) el fundamentalismo católico, por analogía con el anterior, arraigado en algunos grupos de corte carismático o integrista.
En cualquiera de los dos casos, el fundamentalismo religioso nacional ha influido considerablemente en asuntos jurídico-políticos. Por este motivo, quienes se opusieron en la Asamblea Legislativa a la Fecundación in vitro lograron imponerse con los criterios propios del fundamentalismo y con el espíritu de la Resolución Nº 2000-02306 de la Sala Constitucional, donde el uso de los términos hecho por los magistrados no parece haber distinguido de manera incontrovertida entre fecundación y concepción, o entre persona y vida humana.
Otra influencia del fundamentalismo en la esfera jurídico-política se ha dado en la negativa de legalizar las “uniones homosexuales”, aduciendo que contradicen la Biblia. Sobre este punto en particular, no debe olvidarse que las Sagradas Escrituras han servido de pretexto para llenar la historia humana de barbaridades.
En este sentido, el apego acrítico a palabras de otro tiempo ha sido indiferente a la dignidad de las personas, y se dice que por carencia de mediación hermenéutica se ha hecho un uso inadecuado de la palabra homosexual, que surge en el siglo XIX, para traducir arsenokoítes, término griego utilizado por el Apóstol Pablo para referirse a la explotación sexual del varón que duerme con hombres (I Cor 6, 9). En otra epístola paulina este mismo término amplía el antiguo mandato contra el adulterio (1 Tim 1, 10).
Salta a la vista, por la historia misma de los términos, que la cuestión “homosexual”, sólo podría oponerse a la Biblia por amor del anacronismo, ante lo cual no es un hecho del todo ignorado que la Iglesia aceptó en el Medioevo y en la Premodernidad “uniones homosexuales” bajo el rito de adelphopoiesis o hermanamiento. Rito también sagrado por motivo de algunos santos que se habían unido entre sí, al igual que algunas santas, y no se vio nada extraño en este hecho dado el precedente bíblico de figuras de la talla de David y Jonathan (I Sm 18, 1-4; 20).
Por añadidura, no tener amplitud de criterio en estos temas podría traer consecuencias desagradables para el país, a juzgar por el reciente fallo de la CIDH en el que se condena al Estado chileno al pago de 72 000 dólares, por aducir la condición de lesbiana de una magistrada para privarla del cuidado de sus tres hijas.
Ante la incidencia del fundamentalismo en la política costarricense, cabe preocuparse por la inacción del TSE y de la Sala Constitucional cuando aspirantes a puestos políticos, especialmente a curules legislativas, invocan en campaña electoral motivos de religión o se valen de creencias religiosas, incluso con partidos confesionales, en evidente contradicción con el artículo 28 constitucional, que prohíbe esta práctica a clérigos y seglares, sean o no católicos.
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