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En octubre saldrá la traducción de El ángel esmeralda, una recopilación de cuentos y narraciones del escritor neoyorkino Don DeLillo.
Tras la publicación de la monumental Submundo (1997), considerada su magnum opus, la carrera de Don DeLillo, autor de 15 novelas, experimentó un cambio sutil. Sus obras se hicieron más breves y meditativas y en ellas el autor tendía puentes que entroncaban con las artes visuales.
Nacido en el barrio neoyorquino del Bronx hace 75 años, Don DeLillo es uno de los narradores más prestigiosos y respetados de nuestro tiempo. Obras como Americana (1971), Great Jones Street (1973), Los nombres (1982), Ruido de fondo (1985), Libra (1988), Mao II (1991) o, ya en el siglo XXI, Body Art (2001), Cosmópolis (2003), El hombre del salto (2007) y Punto Omega (2010) constituyen uno de los corpus narrativos más formidables de las últimas décadas.
La publicación en 2011 de El ángel Esmeralda (Seix Barral), su primer libro de cuentos, ahora traducidos al español, supone un hito en una carrera que dura ya medio siglo. Haciendo gala de una prosa que destila belleza y profundidad, los nueve relatos que integran este sobrio volumen están a la altura de lo mejor que jamás ha escrito DeLillo. Entresacados de la veintena de cuentos que ha publicado a lo largo de toda su vida y ordenados cronológicamente (entre 1979 y 2011), los relatos de El ángel Esmeralda constituyen la mejor introducción posible a una obra que por su audacia y rigor no siempre resulta inmediatamente asequible.
Los temas y preocupaciones mayores de Don DeLillo están todos presentes aquí. Su prosa, concisa hasta la desnudez y de una precisión glacial, irradia una luminosidad que solo se da cuando el lenguaje de la poesía se acerca al de la ciencia, alcanzando en ocasiones altísimas cotas de belleza.
El hombre que se acerca a saludarme tiene un aspecto sumamente frágil, ligeramente demacrado. Me pide que le acompañe a un pequeño despacho situado en la sede de su agencia literaria. Pone encima de la mesa una libretita amarilla donde tiene unas anotaciones a bolígrafo. “Los títulos de los cuentos”, aclara, “para comentarlos más adecuadamente”. Abre el ejemplar de El ángel Esmeralda que llevo conmigo y me muestra una de las ilustraciones, la imagen de un acróbata griego que salta por encima de un toro cretense, en alusión a uno de los relatos que integran el volumen, ‘El acróbata de marfil’.
Aguardo a que DeLillo termine de contemplar la imagen, antes de hacerle la primera pregunta, acerca de su decisión de presentarse al mundo como cuentista.
—La tradición del relato breve —responde— está muy arraigada en Estados Unidos. En este país ha habido grandes cuentistas, como Hemingway, Faulkner, Steinbeck, Flannery O’Connor, John Cheever o John O’Hara.
—¿Qué destacaría de los autores que acaba de citar?
—El canon clásico del cuento americano se caracteriza por un claro rechazo a toda clase de final cerrado. De Hemingway, resaltaría la concisión y potencia de sus frases. Taladra la realidad con un puñado de palabras. Le bastan unos breves momentos para evocar la vida de un personaje. En los cuentos de Cheever hay un elemento, a veces mítico, a veces histórico, que desborda el marco mismo del relato. Su prosa está impregnada de un lirismo de un cuño marcadamente americano, independientemente de lo que hable, el paisaje, un encuentro sexual, la vida misma. En cuanto a Flannery O’Connor, sus cuentos alcanzan con frecuencia una grandeza trágica. Sus personajes tienen alma, algo muy difícil de plasmar en la página. El lector se convierte en testigo de su encuentro inexorable con fuerzas superiores que están abocadas a destruirlos.
—¿Cómo caracterizaría sus propios cuentos?
—Cuando escribo me gusta sentirme arrastrado por algo que tiene una existencia tridimensional. Cuando escribo cuentos, no me gusta hacerlo en clave de ensayo. Si tuviera que escribir acerca de esta conversación hablaría de cómo es la habitación, el escritorio. Es importante que los lectores puedan visualizar el espacio, no basta con que oigan lo que dicen dos individuos. Cuando empiezo un cuento no sé adónde me van a llevar las frases. No tengo en mente ningún tema ni sigo ningún plan. En casi todos los cuentos de El ángel Esmeralda hay dos individuos en conflicto. Esto no es algo que yo decida, sino que parece suceder a medida que voy escribiendo, hasta que llega un momento en que, de manera bastante repentina, descubro que el cuento ha terminado. Mis cuentos no se acaban, se interrumpen. La diferencia es importante.
Leídos de manera consecutiva, el primer y el último cuento de la colección dan una asombrosa sensación de unidad.
—En casi todos los cuentos se repite un esquema básico, un conflicto más o menos latente entre dos personajes. En ‘Creación’ hay un conflicto oculto entre un hombre y su mujer. Él quiere que ella salga de la isla tropical donde están de vacaciones y ella no se da cuenta de que sus intenciones son adúlteras. En ‘La mujer hambrienta’, la historia que cierra el libro, el conflicto adquiere una configuración diferente. Un hombre que va al cine varias veces al día durante décadas descubre un día a una mujer joven que hace lo mismo que él. En Manhattan hay mucha gente así, pero no suele ser joven. El protagonista carece de vida propia, vive a través de las películas que ve. El descubrimiento de que hay una mujer muy joven que hace exactamente lo mismo que él le lleva a seguirla por todas las salas de la ciudad. No sabe muy bien por qué actúa así. La mujer despierta en él un sentimiento que no ha sentido antes, y que no es exactamente erótico. Ella no se da cuenta en ningún momento de que la siguen hasta la escena final cuando él entra en el lavabo.
El cuento que da título al volumen, ‘El ángel Esmeralda’ (1994), se publicó originalmente en Esquire como historia independiente, para después pasar a integrarse, con modificaciones, en Submundo. La acción tiene lugar en el Bronx, barrio natal del escritor, en una época en que los incendios y los disparos se prolongaban a lo largo de toda la noche. Muchas veces, las víctimas de la violencia eran niños. Cuando morían, los grafiteros escribían su nombre en las paredes, indicando la edad y la causa de la muerte. Cada niño asesinado era un ángel. Dos monjas intentan salvar de su destino a Esmeralda, hija de una heroinómana, de 12 años. Una noche, un desconocido la viola y la asesina en una azotea, arrojando después el cuerpo al vacío. Y entonces se produce un “milagro”. Ante los ojos de una multitud atónita, cada vez que el metro dobla una curva de la vía elevada, las luces iluminan un espacio publicitario en el que aparece el rostro del ángel Esmeralda.
—Cuando yo era niño había muchos personajes como las monjas de mi cuento. Toda la enseñanza primaria, de los 6 a los 14 años, la cursé en una escuela católica del Bronx. Las monjas eran muy estrictas y nos sometían a una disciplina que no existía en los demás colegios. Yo creo que a la larga eso fue bueno para nosotros. Favorecían la literalidad, querían que aprendiéramos todo de memoria. Se nos inculcaba el sentido de la obediencia en todo momento. La hermana Edgar, el personaje de mi cuento, era un ser muy endurecido, aunque con la edad se había hecho más flexible…
—No hay explicación ni consuelo ni sentido posibles y el hecho de que usted constate hechos así con una prosa totalmente desnuda y sin adornos es lo que deja al lector sin respiración.
—Eso es parte de la manera americana de entender el relato breve. La historia se detiene en seco. Se acaba. En el caso de ‘El corredor’ no sabemos por qué ocurre una cosa así. No sabemos quién es el autor del secuestro. Las frases describen los hechos y después se paran. No hay más. Es un relato, una historia corta. No hay principio, medio y final. Hay un comienzo, quizá un cierto desarrollo hacia la mitad y eso es todo. Es instinto, puro instinto de escritor, lo que me permite saber que ya no hay más. No puede haberlo. No hay intención de crear ningún efecto ni de frustrar al lector. Se trata simplemente de que como escritor tengo de repente la certeza de que el relato se ha acabado.
—En su prosa siempre hay un elemento de frialdad y distancia. ¿Cómo se relaciona con sus personajes?
—Hago lo que puedo por intentar entenderlos, y creo que hay un momento de la fase de su desarrollo en que empiezan a hablarme, de modo que por fin consigo entenderlos y me resulta más fácil verlos, sentir cómo son, qué es lo que piensan, qué es lo que dicen. Los escucho, oigo lo que dicen, eso es tan importante como intentar modelarlos. Son ellos quienes me explican cómo son. Llega un momento en que el personaje empieza a hablar y yo apenas soy consciente de que le hago decir cosas.
Con sumo tacto, Don DeLillo dice que se está quedando sin voz y sugiere ir poniendo fin a la entrevista, ofreciéndose a contestar una o dos preguntas más.
—Por mí está bien así. Podemos hacer como en sus cuentos: la entrevista se acaba de repente, porque no tiene sentido seguir. A menos que quiera usted añadir algo.
—Estoy escribiendo una novela —dice—, algo muy difícil, un verdadero desafío. La empecé en septiembre del año pasado, y no sé cuánto tiempo tardaré en terminarla.
—¿Va a ser larga?
—Muy buena pregunta. Con las demás novelas a estas alturas, siempre he sabido qué contestar, pero en este caso no es así.
Tomado de El País, de España.
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