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Hay dos significados fundamentales del concepto sentido común, uno de los cuáles se ha estado perdiendo aceleradamente en nuestra sociedad: el primero se refiere a un conjunto de criterios y razonamientos que aplican los individuos para lograr sus objetivos y metas en el contexto natural y social; el segundo es un conjunto de criterios y modos de comportamiento de cada uno y todos esos mismos individuos, que permiten preservar y mejorar ese mismo contexto natural y social.
Estimado lector, estimada lectora, por favor pongan cuidadosa atención a la distinción hecha arriba: el primer “sentido” es de las personas de carne, huesos y alma; en cambio, el segundo se refiere al ambiente de esas personas; una persona puede hacer cosas deseables, buenas o convenientes para ella, que son, al mismo tiempo, indeseables, malas o inconvenientes para su propio ambiente material o humano. Además, pueden mantenerse contradicciones entre las personas y su ambiente en el corto plazo, pero no a largo plazo: si las personas dañan su ambiente permanentemente, en el corto plazo, esto dañará, tarde o temprano, a las mismas personas.
Hay muchos ejemplos de lo anterior. Doy sólo dos casos, uno actual y otro futuro: lanzar deshechos familiares orgánicos e inorgánicos a los ríos fue tolerable a corto plazo; actualmente, hay ríos contaminados, que generan grandes perjuicios o daños para las familias. Los desechos espaciales ahora causan relativamente pocos daños al planeta; pero, si no se corrigen en cincuenta o cien años (quizás menos), pueden llegar a impedir la vida de la especie humana.
En las últimas dos generaciones (de tiempo social), 50-60 años (tiempo natural), nuestras sociedades se han guiado por el primer sentido de las cosas descrito en el párrafo inicial; y hemos cometido graves errores al omitir el segundo. El desarrollo económico y social se ha basado en el primero; es hasta muy recientemente que estamos formando conciencia del segundo. Nuestra cultura actual es “cortoplacista” e “individualista”; los problemas de largo plazo y las cosas colectivas se descuidan.
Desde esas perspectivas, quiero preguntar y opinar sobre las nuevas políticas de educación sexual; como economista, sólo tengo derecho a preguntar –y como ciudadano tengo obligación de opinar- muy preliminarmente, sobre el tema. Soy consciente de que por allí andan unos libros sobre “felicidad” y “libertad” de jóvenes, que se concentran en prácticas sexuales; los cuales, infortunadamente, no cuestionan la complacencia, permisividad, falta de disciplina y superficialidad comercial que predominan en nuestra cultura, cada vez más.
Si bien trato de ser un economista de visión amplia, reconozco que los valores y actitudes predominantes en la mayor parte de nuestro gremio son fundamentalmente y esencialmente hedonistas. Inclusive, con las famosas curvas de indiferencia se trataba de medir el grado de placer implícito en las decisiones tomadas de modo “soberano” por los consumidores. Esta falacia se desentiende de todos los medios aplicados -en mercadeo tradicional y tecnología moderna- por las empresas comerciales y los medios de comunicación para formar los hábitos y prácticas de la gente sobre compras de bienes y servicios. En este punto, los obispos tienen razón, aunque también creo que deben tomar en cuenta problemas similares en materia de producción, propiedad, trabajo y comercio en general, como Henry George le hizo ver a León XIII, y el mismo Juan Pablo II destacó en su famosa encíclica Laborem Exercens, de 1981.
A propósito, desde hace varios años, a don Leonardo Garnier, economista y Ministro de Educación le vengo pidiendo clarificar ideas sobre temas relacionados, incluyendo su uso falaz del análisis social de Aldouz Huxley y George Orwell. Pero no ha dado señales de vida sobre el tema; y ¡milagro sería que lo haga ahora!
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