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No me gustan las modelos…

No me gustan las modelos. Eso de que pueda ver los huesos que se les salen debajo de los hombros y que bordean su cuello, que muchas veces pareciera tan largo como algún hueso de sus largas piernas… y esos zapatos con enormes tacones, que me hacen pensar que fácilmente podrían tocar las nubes con la punta de alguno de sus cabellos.

No me gustan las modelos. Eso de que pueda ver los huesos que se les salen debajo de los hombros y que bordean su cuello, que muchas veces pareciera tan largo como algún hueso de sus largas piernas… y esos zapatos con enormes tacones, que me hacen pensar que fácilmente podrían tocar las nubes con la punta de alguno de sus cabellos.
No me gustan esas modelos hiperflacas, porque definen un ideal femenino con apariencia desvalida; tan diferente de los modelos masculinos, cuyos músculos marcados me hacen pensar en su fuerza física. Estas modelos, que parecieran anunciar una clínica para el tratamiento de desórdenes alimentarios, y que me hacen sentir culpable cada vez que me llevo un pedazo de pan fresco con mantequilla a la hora del café, o cuando cedo a la tentación del chocolate o, peor, cuando veo que la grasa alrededor de mi abdomen no se contiene con la hermosa blusa que tenía puesta el maniquí de una tienda.
No me gustan las modelos o, más bien, no me gustaban las modelos hasta que vi la película que nos regala la Sala Garbo: Flor del desierto (Desert flower, 2009). Sherry Horman nos presenta un hermoso filme basado en la novela autobiográfica de la supermodelo Waris Dirie.
No soy seguidora de los desfiles de modas, así que mi conocimiento del tema se limita a la visión ocasional de algunas portadas de revistas o anuncios televisivos; aparte de la lectura de textos polémicos sobre su extrema delgadez o la alabanza a la campaña de Dove, con hermosas mujeres, más rellenitas que las supermodelos. Sin embargo, ver en pantalla a esta chica, en apariencia desvalida, la forma en que se enfrentó a un mundo adverso, con una enorme sonrisa en la boca; y, luego, verla ya convertida en modelo, caminando con un pie delante del otro, la mirada fija en un punto que pareciera más temporal que geográfico, y ese paso firme sin titubeos; todo eso me hizo pensar que las modelos, evidentemente, no tienen nada de desvalidas.
Pero, en realidad, no es a eso a lo que me quiero referir, pues podría caer en el continuo error de las generalizaciones. Realmente quien capturó mi atención fue esta modelo en particular (tal y como narra su historia Horman) y no tanto por su trabajo como tal (lo que capturó la atención de los medios); sino por ser la primera mujer que se atrevió a hablar de la mutilación genital femenina que se practica en muchos países africanos. Y este tema sorprende para quien va a ver la película y no conoce o no recuerda de quien se trata; pues pensamos estar en presencia de una de esas emotivas historias de superación, de personas que van del infierno al paraíso gracias a su entereza.
Aquí tenemos a una niña de 13 años, que cruzó el desierto, para huir de un matrimonio impuesto. Y nos sorprende, al inicio de la película, ya adulta, con su ropa colorida, su hermoso rostro y una amplia sonrisa. Así la directora no trata directamente el tema de la ablación de que fue víctima a los 3 años, sino hasta avanzada la película, con lo que le da un giro a lo que parecía un hermoso cuento de hadas.
Ahora estamos frente a una mujer, criada dentro de una cultura particular. Una mujer que ama a su familia, a su pueblo, que ama a África. Una mujer que piensa que ese dolor que siente desde los 3 años, es propio de su condición de mujer; que siente vergüenza ante la posibilidad de quitar las costuras con las que su sexo fue clausurado hasta que fuera abierto por su esposo, con una navaja, como si se tratara de un animal listo para el sacrificio.
Y la tradición continúa, y las mismas mujeres la mantienen y la refuerzan, pues el placer femenino es pecado y la única forma de salvarse –según ellos- es renunciando a él, mutilando aquello que nos convierte en mujeres, negando nuestro derecho al placer, a decidir, a sentir.
Creo que todavía no me gustan mucho las modelos, pero cada vez me gustan más las personas, los individuos, aquellos que levantan su voz contra las injusticias, aquellos que tienen el valor de hablar cuando se les ha negado esa posibilidad; y, en tal caso, su trabajo es irrelevante.

  • Rebeca Ramírez Hernández (Filóloga)
  • Opinión
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