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No suelo ir con frecuencia al teatro. No me gustan las obras de humor ligero y pensamiento fácil que dada mi capacidad de dispersión lo hacen una experiencia poco agradable. Asistí sin mucho entusiasmo a ver “La razón blindada” sin mayor expectativa que pasar el rato. La escenografía fue un buen principio a la experiencia: Pocos objetos, muchas posibilidades. Al apagar luces y a pesar de que en algunos momentos los diálogos parecieran densos mi interés fue creciendo en intensidad.
No tengo pena alguna en reconocer mi ignorancia en muchos temas; he aprendido con los años a disfrutar el descubrimiento de nueva información. Mi confesa limitación me permite interpretar a mi gusto, sin el peso de quien por conocimiento previo, puede caer en la tentación de fijarse únicamente en los defectos y más en este caso en que los diálogos son en buena parte textos del Quijote.
La obra de manera inevitable nos traslada a esos lugares en los que las dictaduras descargan a lo individual el odio que aplican a la generalidad y que no son exclusivas de ideología. Me es imposible hablar de la tortura cuando la misma palabra me horroriza, al igual que encontrar palabras que expresen la carga emocional de la indignación ante cualquier forma de intentar limitar o conculcar lo que para mí son derechos absolutos e inherentes a la individualidad de cada quien. Tales horrores fueron plasmados en distintas escenas y aún ahora al escribir estas pocas y tardías líneas siento el enojo que sentí desde la butaca.
Quienes tienen la suerte de no haber perdido su capacidad de imaginación poseen una herramienta extraordinaria para sobrevivir a la violencia y refugiarse en mundos que no pasan por la virtud teologal de la esperanza -que antecede a los milagros y son propios de la fe- de quienes se vencieron. La imaginación es consustancial al razonamiento y gemela de la creatividad y sin razonamiento, muere por inanición. Quien no abstrae –en mi opinión- carece de imaginación. Es gracias a la imaginación que los personajes enfrentan los horrores de su tortura particular y el peso sobre sus hombros, de la ESMA en Argentina, el Estadio Nacional de Chile, los Gulags soviéticos, Lecumberri en México, Casa Mata en nuestro país y Guantánamo en Cuba. “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ellos no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”. (Don Quijote de la Mancha II, Cap. LVIII).
Ignoro si “La Razón Blindada” tiene o no baches o si la personificación de Sancho debió ser por un actor más o menos gordo; la resistencia que me provocaron –casi hasta el sueño- ciertos pasajes de la puesta no obedece a aburrimiento sino a un recurso último de mi psique para no enfrentar una ficción que en la vida es una violencia constante y una pelea con quienes nos torturan a diario con su incompetencia y cínico proceder que complace lo que está mal por beneficiarse de ello. Aquí sí cabe la esperanza de que en un raro momento de iluminación ministerial, se ponga de nuevo en escena para que más personas puedan sentir el gusto –que contra gusto no hay disputa, dijo Serrat- de verla.
Con un presupuesto inversamente proporcional a la cantidad de instituciones cuyos logros y reconocimientos verbales y escritos se estilan para estos casos, “La Razón Blindada” es un montaje digno de su directora Silvia Arce y de las actuaciones de José Montero Peña y Pedro José Sánchez Rovira. Bien por ellos, mejor por el teatro.
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