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Recientemente, una profesional en Economía, distinguida por su valioso conocimiento y genuino interés por el desarrollo “fototrópico” de este país, me remitió dos noticias publicadas en medios de prensa escrita local.
La primera de estas apareció en El Financiero el 25/10/12: “Nivel de inglés de los ticos se cataloga como ‘bajo’”. La segunda en La República, el 2/11 del mismo año: “Hablamos un peor inglés”.
Ambas muy acertadas notas señalan el deficiente conocimiento que los costarricenses poseen en lenguas distintas al castellano, especialmente en inglés, e incluyo el francés, lenguas oficiales en el Sistema de Educación Pública.
De la lectura de esas noticias, surgen varias interrogantes:
¿Cuáles son los resultados del “Plan Nacional de Inglés” que estableció que para 2008-09, 35 000 costarricenses ya estarían capacitados en inglés y, entre 2010-12, otros 40 000 igualmente lo estarían, para un total de 75 000 “bilingües” en ese periodo?
¿Por qué, según recurrentes titulares en los medios de prensa, los empleadores no encuentran, al menos, el personal “bilingüe” que necesitan? ¿O es que ya están los 75 000 “bilingües” debidamente contratados?
Con los más de $20 millones gastados para inglés por el Instituto Nacional de Aprendizaje (INA) —¿en un año, hace tres años?—, junto con los miles de dólares destinados por el Ministerio de Educación Pública (MEP) para la compra de vetustas pruebas estandarizadas, y de cursillos “What’s your name?” y “to be going to…”, entre otras ocurrencias pagadas con fondos públicos, ¿cómo se acredita con certeza que los participantes en esos cursos ya se comunican en inglés?
Las respuestas a esas preguntas —y a muchas otras— han sido evadidas por quienes no carecen de credencial alguna en la educación en lenguas, que persisten en creer estar en lo “correcto”, ofreciendo una dizque “solución”, en tanto en la acera del frente, gran cantidad de costarricenses no se comunican, ni en esa lengua ni en muchas otras, luego de las exorbitantes sumas de dinero que pagan en cursos, sobre todo de inglés, como si se tratara de carreras universitarias acreditadas.
Nuevas versiones de una vieja moda infundada. Los “English Language Proficiency Benchmarks” (ELPBs), o lo que traducen como “Criterios de referencia sobre el dominio del idioma inglés”, afloran de la obsesión por el lucrativo negocio de las certificaciones estandarizadas y sus derivados.
Esos ELPBs, ya sean locales, regionales o globales, son estéticamente bien presentados por sus vendedores, corrijo, “autores”, para darles credibilidad, pero fallan precisamente en lo fundamental: en los instrumentos que utilizan que les impide emitir criterios fundados, confiables y válidos.
Un reporte local, regional o global que justifique la medición efectuada a través de la utilización del “Common European Framework of Reference” (CEFR), indicando, por ejemplo, que este “desde su creación… ha gozado de una amplia aceptación por parte de profesores de idiomas tanto del sector público como privado para estandarizar los niveles de los cursos”, es cualquier otra cosa menos un reporte científico. Más bien, esa “amplia aceptación” argumentada podría traducirse al aforismo popular “mal de muchos, consuelo de…”.
¿Será que la investigación científica en la educación en lenguas que desacredita al CEFR y a las pruebas estandarizadas, publicada, por ejemplo, por las universidades (pero las serias) de los Estados Unidos de América, el Reino Unido y Australia, es errónea?
¿Será que la literatura científica en la enseñanza, el aprendizaje y la evaluación de lenguas ampliamente citada, verbigracia, en www.englishincostarica.org, es errónea?
Atribuyen a Albert Einstein la frase “No pretendamos que las cosas cambien, si siempre hacemos lo mismo”. Y es exactamente eso: justificado y presentado de mil formas distintas, lo que en torno a la educación pública en lenguas se ha hecho en Costa Rica ya por varias décadas.
Es hora de cambiar el deplorable estado actual de la educación en lenguas en el país; educación que un dócil MEP trivializó al “concesionarla” a infundados comerciales carísimos que tan siquiera ostentan grado académico preuniversitario, pero que gozan de “prestigios” fabricados por el mercadeo.
La solución es la investigación científica educativa independiente que inicie con, para y por el estudiante, y no según lo que dicten estándares monopolísticos acientíficos.
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