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Antes de tomar el bus para San Ramón, un sábado nublado y fresco a la 1 p.m., después de haber compartido academia con estudiantes de la UNED, corrí al mercado de angostos pasillos y pequeños negocios en busca del mejor asiento para almorzar. De los bancos que las sodas del lugar ofrecen, prefiero los empotrados al piso, bajo el mostrador, que no chillan cuando te mueves.
—Buenas tardes —saludé a la linda mujer que me atendió, una muchacha aindiada de cálida sonrisa que me pregunta: “¿en qué le puedo servir?”—, quiero almorzar. —Le ofre`co casado con esto y lo otro —contestó. Entonces se lo pedí con hígado. —¡Sale casado pequeño con hígado! —gritó la mesera (el tamaño del plato no fue mi decisión, sino de ella, considerándome parco comensal), además, intentó preguntarme por la bebida, pero alguien interrumpió.
—¿Lotería don? —me ofreció una señora alta, blanca y pecosa que se acercó por mi derecha. —No, gracias —contesté. Detrás de ella venía otra vendedora, de tez morena y más baja. —No jodá` a lo` cliente` —le dijo a la vendedora el cholo flaco que comía a mi lado. —Comé tranquilo —respondió la vendedora, que a la vez platicaba con su amiga quejándose de las ventas del día. En una de las dos mesas del pasillo, con cara de “corazón contento”, seis o siete miembros de una familia terminaban de almorzar. Los padres, hijas e hijos mayores, algún yerno, los menores y una bebé que sudaba, asida de boca y manos al pecho desnudo de su joven madre, animados, moldeaban el fondo oral del ambiente.
—¿Y de tomar qué queré? —apenas me distrajo la camarera. —¿Qué tenemos? —pregunté entrando en confianza. —Hay chan, horchata, re`baladera… —Quiero resbaladera —logré ordenar en medio de la algarabía, mientras por mi flanco izquierdo se sentaba otra vendedora de lo mismo, la cual pedía café. Era una señora gruesa, grande, cuyo carácter aparentaba poca dulzura. Discutía a la distancia con un señor moreno, maduro, cuadrado y de mediana estatura, también vendedor de lotería. —Ayudame con un poco de esta babosada —le decía el hombre. —No jodá`, puej, no le ayudo ni a mi hermano, te voy a ayudar a voj. Andate lejo` con tu` chuchería y no me e`té` mole`tando- le despachó la mujer.
No tardó en llegar mi almuerzo, condimentado con la jocosidad del entorno. Siempre a mi izquierda, apareció otro cholo alto y fornido, con la camisa empapada en sudor. —Andá y te bañá` —le espetó la tomadora de café. —Voj so` puerco —le dijo una de las meseras. El sudado, cuyo ofuscamiento era poco creíble, les replicó: — e` que ando apurao, venía corriendo detrá` del buj. —¡Ni te acerques! —aquí sí pronunció la “s” una de las meseras. —Últimamente e`ta gente ya no me e`tá queriendo —de soslayo se dirigió a mí el regañado.
—¿Cuánto te debo? —preguntó el cliente de mi derecha. —Son tantos peso` —contestó la muchacha que nos atendía. —¿A dónde vamo` con lo que me e`tá` cobrando, jodida? —dijo el flaco. —Con voj a ningún lado, ni loca que e`tuviera; ademá`, voj e`tá` casado. —Hoy ando libre —insistió el cliente. —Pero yo no e`toy libre, mi` hijo` me e`peran. —Tu` hijo` un día se irán y te dejarán sola; en cambio yo no te abandono —pronosticó el liberto quien de inmediato canceló la cuenta y se retiró. Minutos después volvió el pretendiente de la mesera a pedirle que le guardara una bolsita, a lo que esta le reclamó: —¿No era que te marchaba` a la` do` puej? —Ah sí, puej, ahora me voy a la` tre` o má` tarde —dijo empoderado el cholo.
Terminé de almorzar, pagué la cuenta, me dieron la “feria” (dos confites) y nostálgico me dirigí hacia la “cazadora”, dejando atrás el trajín del mercado de Upala.
Luego en Costa Rica hay quienes insisten en no quererse a sí mismos soñando con parecerse a los suizos o, cuando menos, a los gringos. Muchos “profesionales” y “académicos” discursean y escriben en castellano intercalando términos de moda en inglés (pronto lo harán en mandarín) y agregando entre paréntesis su significado castizo. ¡Oh Malinche que aún corres por las venas de la ignorancia!
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