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“La vida es bella” es el título de una entrañable película, que nos puso a meditar sobre el ingenio humano: un padre imaginativo le abre un mundo de experiencias y sensaciones lúdicas gratificantes a su pequeño hijo, en un campo de concentración nazi: la antesala del “infierno”.
Sin duda, una manera esperanzadora de paliar el dolor de la muerte siempre cercana. Una forma de reconciliarnos con la muerte, sin ser necrofílicos. Esa es quizá la gran tarea del ser humano para darle sentido a la vida. Y esa reconciliación con ese destino inevitable, el camino de ida sin regreso, es la manera más sabia de hacer de la vida una experiencia maravillosa.
Pensarnos desde la muerte ensancha el horizonte para vivir con dignidad, es decir, disfrutar de la vida procurando que quienes nos rodean, cercanos y distantes, puedan recibir cada día, al menos, destellos de esperanza y motivos para sentirse agradecidos con nuestra presencia y compañía.
Las expectativas de una mortalidad tardía, debido a los avances de la ciencia médica que garantizan una mejor calidad de vida, podrían desviarnos hacia la arrogancia, el egoísmo y la mezquindad. Pensarnos solo como seres vivientes, incluso aspirando a prolongar esta vida más allá de la muerte, nos puede tentar a querer ser como si fuésemos dioses (as) ávidos de expandir los dominios más allá de las “estrellas”: comportamiento propio de una humanidad atrapada por una razón conquistadora, tan ilimitada como destructiva.
Pensarnos desde la muerte nos conduce a ejercitar más la contemplación y la admiración de la creación, el silencio reverente que nos hace enriquecer la vida interior; algo tan necesario en nuestro tiempo, especialmente, como decía un amigo, para acallar nuestra vanidad. Asimismo, podemos descubrir y valorar la densidad y profundidad de sentido, para la buena vida, de esos momentos, casi instantes, que se suceden de manera sorpresiva y a veces mágica.
“¿Hay vida antes de la muerte?”: un grafiti en una pared de la Irlanda del viejo conflicto entre católicos y protestantes. Invitaba a pensarnos desde la muerte inminente, a la vuelta de la esquina, acaso víctimas de una bomba de fabricación casera o una bala perdida, en un país que se desangraba entre hermanas (os) cristianas (os) de diferentes confesiones. Una invitación a valorar la vida en el aquí y el ahora. Un rotundo sí a la vida, pero que adquiere nuevas dimensiones y sentidos cuando se piensa desde la muerte misma, porque nos hace conscientes de nuestra vulnerabilidad y precariedad humanas. Una manera, quizá la única, de vivir con gratuidad: entrega generosa, a cambio de nada, simplemente por amor.
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