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Conocí a Antidio Cabal, recién llegado a Costa Rica, cuando yo tendría unos diez años y él algo más de 20. Fue por casualidad, pues él conocía a mi padre y a varios de mis hermanos vinculados al INVU. Me sorprendió que me preguntara, de buenas a primeras, si yo escribía. Le dije que sí, con temor, porque solo se trataba de balbuceos sobre lo que sentía y pensaba, todo emborronado a lápiz en papel de pulpería. Eran poemitas que hablaban de sapos, gallinas y vacas, o de jorcos, güísaros y murtas y que no tenían aroma nerudiano, vallejiano o garcialorquiano, que tentaron tanto a los llamados poetas de Turrialba, a quienes nunca traté, salvo a Jorge Delio Bravo, cuyos impresionantes ojos me parecían los de una venerable vaca. El singular poeta nicaragüense Carlitos Martínez Rivas leyó algunos de mis poemillas y dijo que eran presocráticos y tuvo la ocurrencia de mostrárselos al Dr. Láscaris, a quien parece que le gustaron, a pesar de que siempre evité convertirme algún día en un horrible intelectual.
Piedades no era un pueblo, sino una calle con iglesia, plaza de fut, escuela y unas pocas casas. El ganado caminaba a pie, sin zapatos, por media calle y los campesinos eran descalzos, con sombrero de lona o de papel y machete al cinto, incluidos unos pocos gamonales que me regalaban bananos maduros, birringos y pan casero con mantequilla criolla hecha en casa, cuando les hacía mandados.
Un poemilla mío que le gustó a Antidio, terminaba diciendo que, cuando el sapo croaba en la oscuridad y después callaba, ya no éramos los mismos. Eran versos simples, sencillos como calzoncillo de manta, como decíamos entonces.
Pronto pude leer los versos de Antidio, escritos a máquina y en papel bond blanco, lo cual era un progreso. Al poco tiempo, empezó a visitar Piedades de Santa Ana, donde yo vivía, en compañía de una jovencita que, cuando leí también sus versos, me recordó a Kafka.
Los poemas de Antidio mostraban una gran habilidad para manejarse retórica y dialécticamente.
Curiosamente, le descubrí su olfato o intuición para adivinar dónde había poesía y dónde podría haber un poeta o, al menos, pretenderlo. Fue así como pudo conocer a otros jóvenes del pueblo que también escribían.
Lo que nunca imaginé fue que, desde entonces, en los años cincuenta, empezó a construir un poema sobre mi pueblo, de unos 500 versos, que me está dedicado “por deber de poesía”, que le prometí publicar y así lo haré oportunamente, cuando tenga plata.
En su compañía, pude visitar la casa de Carlos Luis Fallas, en Alajuela, en aquellos tiempos en que mucho se hablaba de poesía comprometida, concepto que nunca pude digerir. A raíz de eso, Antidio se oponía a publicar sus primeros poemas, aparentemente no comprometidos, pero lo convencí para que algún día lo hiciera con un título que le sugerí y fue “Poesía y error”. En ese libro está incluido el poema titulado Muchamiel, que me fascinó e hizo nacer en mí el afán de escribir como él, algo muy explicable en un adolescente, a la vez que imposible.
Con el paso del tiempo, pude trabajar con él y con Mayra Jiménez en el Conservatorio Castella, en preceptiva literaria, pero yo, más que a enseñar, fui a tratar de aprender. Mucho tiempo más tarde, lo acompañé como asistente en la Editorial de la Universidad Nacional, de la que fue fundador, a su regreso de Venezuela, donde se hizo profesional de la filosofía, lo que le permitió escribir poesía con base en su indudable sensibilidad estética. A mí me cayó mal mi amiguito Alfonso Chase, cuando me dijo que había conocido a Antidio en Caracas. Le pregunté qué le había parecido y me respondió a secas: un profesor.
Discrepé con Antidio y se enojó conmigo, no por abominar yo del ser del marxismo, sino de sus métodos de trabajo y por eso me echó de la Editorial, aunque jamás de su amistad, quizá porque una vez, cuando yo trabajaba con el ex Presidente Otilio Ulate en el Diario de Costa Rica, me buscó porque estaba sin trabajo, sin dinero y flaco y entonces le regalé un colón para que se tomara un buen vaso de leche. Don Oti quiso meterme en su política, conseguirme una beca para que me fuera a estudiar Derecho internacional en España, pero Antidio me aconsejó que no. Mi dilecto profesor y amigo, don Abelardo Bonilla Baldares, de la UCR, años después me dijo que eso fue un error. No sé.
Podría agregar mucho sobre una amistad que duró más de 60 años, pero solo agregaré que, cuando lo vi, ya sin vida, pude comprender que fue mi padre espiritual, aunque no cristiano.
Por su medio me fue dado conocer al excelente poeta, también español, Celso Emilio Ferreiro, autor de “Cementerio Privado”. Compaginé muy bien con don Celso Emilio, por su talante casi tan campesino como el mío.
Tal vez algún día yo pueda escribir un buen poema con pretensión de que le guste a Antidio y, si es así, se lo dedicaré. Pero si no puedo, la pifia no será del maestro sino del discípulo.
Cuando puse mi mano sobre su pecho muerto, endurecido, pensé que se llevó en él generosas vivencias, para el recuerdo de siempre, que no descansarán jamás.
Él se puso contento cuando, hace poco, le dije que estaba escribiendo una novelilla con el nombre de “Tú reinarás”, que pensaba dedicarle, aunque no sé si tendré tiempo de terminarla, de tema religioso o antirreligioso, no sé, porque cuando uno se va haciendo viejo y se acerca a la oscura tumba, a veces, por miedo, se pone con Dios.
Cuando, antes de sepultarlo, su hijo Dionisio le dijo “en polvo te convertirás” se me vinieron dos lagrimillas y mejor me retiré.
Ahora, con su permiso, brindo por su recuerdo y amistad.
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