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Un gran engaño, inventado por Jean-Jacques Rousseau en su obra del mismo nombre, es el de un “contrato social” al que todos supuestamente consentimos. Pero quienes alegan tal consentimiento tienen el deber de explicar exactamente dónde nosotros –usted y yo y todos los demás- consentimos a tal “contrato”.
Además, cuando se hace referencia a un sistema al que se consiente esto quiere decir que puede no consentirse. Lo curioso es que Rousseau basa su esquema del pacto o contrato social en una “voluntad general” que no define, aunque admite que la aceptación del contrato social debe ser unánime: “No hay más que una sola ley que, por su naturaleza, exija un consentimiento unánime: la ley del pacto social…”. Pero si uno no quiere ser parte de esa unanimidad inicial, si uno no da su consentimiento: “Si respecto del pacto social se encuentran opositores… una vez instituido el Estado, el consentimiento se manifiesta en la residencia; habitar el territorio es someterse a la soberanía”. En otras palabras, si quiere seguir viviendo en su casa y en su país, tiene que aceptar el contrato social aprobado en forma “unánime” sin su apoyo. ¡Qué farsa!
Y es así como se nos dice que uno “consiente” por el hecho de haber nacido en tal o cual país, lo cual presupone que el gobierno es el dueño del país y del lugar donde uno vive. ¿Con base en qué se esgrime este argumento?
De todos modos, el Estado nos impone un documento -la Constitución Política- y dice que lo debemos obedecer por ser en esencia un «contrato social». Pero este no tiene ninguna validez a menos que sea un contrato entre seres humanos vivos, por el cual las partes acuerdan regirse. Y la Constitución Política nunca ha sido obligatoria, porque un documento no lo obliga a uno a nada a menos que lo firme; y si no lo firma, debe presumirse que no aceptó obedecer su contenido. Tal “contrato social” lo redactaron personas que no tenían autoridad alguna para obligar a quienes no fuimos parte de ese escrito. Ni tenían autoridad para obligar a generaciones futuras a obedecerlo porque entonces sus descendientes, aún no nacidos, serían los esclavos de sus tiránicos antepasados.
Los mismos jueces que dicen que su autoridad deriva de la Constitución Política, negarían la obligatoriedad de un supuesto contrato que uno nunca firmó. Además, ese supuesto contrato que no sería admitido como prueba en ningún tribunal de justicia para fundamentar la existencia de una deuda, siquiera de un colón, es un documento que, según esos mismos jueces y el Estado, nos obliga a renunciar a nuestra propiedad, nuestra libertad y nuestra vida según sus dictados.
Por otro lado, los tan glorificados “pesos y contrapesos” y la “separación de poderes” en cualquier gobierno son inútiles, porque en el análisis final todas esas divisiones son parte del mismo Estado y son dominadas por los mismos gobernantes. De las muchas formas de gobierno, conceptos o instituciones que se han creado a través de los siglos, ninguna ha podido frenar el crecimiento del Estado. En todas partes, el Estado se ha convertido en un ente con poderes ilimitados.
La noción del “consentimiento de los gobernados” se vuelve absurda al solo considerar cómo funcionaría. Un aspirante a gobernante se acerca y le ofrece este contrato:
“Yo, “el gobernante”, prometo: 1) Estipular qué parte de su dinero usted me dará. Usted no tendrá una voz efectiva en este asunto, y si no cumple, mis agentes lo castigarán con multas, encarcelamiento o algo peor. 2) Crear miles de reglas que usted debe obedecer sin cuestionar, de nuevo bajo amenaza de castigo. 3) Proveer para su uso, en términos estipulados por mí y mis agentes, “bienes y servicios públicos”, y pagará por ellos lo que yo decida, aun si usted los considera pésimos; y 4) En caso de una disputa entre nosotros, jueces que dependen de mí para su nombramiento y su sueldo, decidirán la resolución de la disputa”.
“A cambio de estos “beneficios”, usted, “el ciudadano”, se compromete a: 1) Callarse. 2) No hacer olas. 3) Obedecer todas las órdenes emitidas por su gobernante y sus agentes; y 4) Doblegarse ante nuestra presencia, como si fuéramos personas importantes y honorables”.
¿Podemos de veras imaginarnos que alguien en su sano juicio consentiría a tal contrato? La verdad es que nadie, quizás con la excepción de un masoquista incurable, consentiría voluntariamente a ser tratado como los gobiernos realmente nos tratan.
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