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La tribuna del pueblo

Ante las protestas por el mal gobierno, los gobernantes de turno mantienen la orden permanente para que la Policía deje de lado su carácter civilista y ataque a la ciudadanía cuando se atreve a protestar. Arrogante e intransigente la gobernante de turno, desde la burbuja de desinformación en la que la mantiene su séquito de aduladores, no escucha motivos, niega, invisibiliza, garrotea, abusa de la autoridad delegada por el pueblo, le muerde la mano a quienes trabajan para darle de comer mientras “gobierna”. Por si fuera poco, ahora le exige al pueblo que hinque la rodilla ante ella y que le pida disculpas, y que jure que no va a volver a protestar, como condición para dignarse a escucharlo, nada más eso.

Ante las protestas por el mal gobierno, los gobernantes de turno mantienen la orden permanente para que la Policía deje de lado su carácter civilista y ataque a la ciudadanía cuando se atreve a protestar. Arrogante e intransigente la gobernante de turno, desde la burbuja de desinformación en la que la mantiene su séquito de aduladores, no escucha motivos, niega, invisibiliza, garrotea, abusa de la autoridad delegada por el pueblo, le muerde la mano a quienes trabajan para darle de comer mientras “gobierna”. Por si fuera poco, ahora le exige al pueblo que hinque la rodilla ante ella y que le pida disculpas, y que jure que no va a volver a protestar, como condición para dignarse a escucharlo, nada más eso.
Puede que en otras partes del mundo, otros gobiernos estén haciendo lo mismo y que en otros momentos del pasado los gobiernos de acá y de allá hayan hecho lo mismo; pero que lo sigan haciendo en el futuro depende de los que estamos vivos y conscientes.
La protesta es por excelencia un acto de expresión y exigencia de la libertad. Se protesta en reclamo y rechazo de las decisiones que impone el Gobierno cuando lesionan los intereses y los derechos del pueblo; y para exigir que se posibilite participar de manera efectiva en la toma de las decisiones. ¿Quién es el pueblo? El pueblo es toda la gente que tiene que trabajar para comer, toda la gente que lo único que tiene es su capacidad de trabajo y, por eso, cuando le pide algo a su Dios, pide salud para poder seguir trabajando.
La protesta no se realiza por vagabundería, por ocurrencia o por vacua rebeldía, tampoco es un acto circense con el que se pretenda entretener, agradar o complacer a los gobernantes. Es un acto que los cuestiona, les exige y les reclama. La protesta debe ser atendida por las autoridades gubernamentales a las que les compete el motivo del reclamo. La protesta callejera es la tribuna del pueblo y como tal debe ser respetada y aceptada por los gobernantes.
Pero la respuesta incorrecta es la represión, consistente en la utilización de la Policía como fuerza de choque, como medio forzoso de disuasión, como medio de miedo, como respuesta a los reclamos de justicia; o el uso de la ley para encarcelar por reclamar, por resistirse a ser arrestado solo por reclamar, por defenderse de la represión; o el uso de la llamada policía secreta para violentar la privacidad de las personas que se atreven a manifestarse. Cuando esto sucede, de nada vale haber abolido el ejército, porque las estrategias y los procedimientos son los mismos; de hecho, es sabido que siempre ha existido una unidad policial especializada en disolver manifestaciones de protesta.
Aunque los gobernantes exijan la abolición de la protesta, deben entender que por tratarse de un acto de libertad, la protesta no puede ser autorizada ni condicionada por ellos, porque es precisamente contra ellos que se protesta, de manera que resulta contradictorio pedirles permiso para protestar contra ellos. Sin embargo, esa es la pretensión exigida por  los gobernantes: que se les pida permiso; de lo contrario la deslegitiman, la condenan, la criminalizan, la reprimen y la judicializan.
El ejercicio del derecho de protesta no consiste en un rebaño que avanza domesticado hacia el corral de la cordura como lo mandan las leyes restrictivas e inconsultas, impuestas por los gobernantes para doblegar, para controlar, para castigar la rebelión. Cuántas cartas llenas de balidos respetuosos se recibirán diariamente en la Casa Presidencial y, si tienen suerte, un asesorcillo se encargará de responderla diciendo que dirija la queja hacia… y ahí queda el asunto. Por eso, la llamada ingobernabilidad no es más que la ineptitud para gobernar, y la apatía y el abstencionismo electoral son la carta de despido que se le notifica a la clase política dinástica que se niega a renunciar, y así cada protesta es un recordatorio de despido.
Los gobernantes pretenden que la gente marche por las calles con sus mantas, sus carteles, coreando consignas, siempre y cuando sean respetuosas, no ofensivas; de lo contrario las acusan de calumniosas, de injuriosas. Pretenden que la gente marche en un ordenado y ejemplar desfile, para que luego sea aplaudido por la prensa por su ejemplar pacifismo. A eso le llaman libertad de expresión y en esos términos es que quisieran reconocer ese derecho. Las manifestaciones de protesta no son procesiones religiosas, son actos de ejercicio de la democracia popular; son los gobernantes los que tienen el deber de escuchar, apuntar y corregir.
Si se estima necesario la libertad de protesta, puede ser reconocida por el Estado como un derecho, pero no es ese reconocimiento el que le dará validez, la tiene por sí misma, porque es una libertad intrínseca a la vida: es la libertad de rebelión ante cualquier forma de opresión. Esa libertad es una condición imprescindible de la vida, sin la cual se vería disminuido su sentido y sin libertad no merece ser vivida.

  • Álvaro Paniagua Núñez
  • Opinión
Democracy
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