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A los 42 años, cuando ya había publicado la primera edición de Hojas de hierba, Walt Whitman se enfrentó al hecho que cambiaría la historia de su tiempo y que terminaría de forjar el imaginario que lo volvería el gran padre de la poesía norteamericana: la Guerra de Secesión. La noticia de un hermano herido lo llevó rumbo al sur y el panorama de la matanza, a servir como voluntario en los hospitales del ejército del Norte. Esa experiencia bélica fue publicada parcialmente en un diario neoyorquino en 1863, pero sólo doce años después, mientras seguía ampliando su gran poema épico y democrático, reunió el material completo de aquellos cuadernos de la guerra en Diario de la guerra civil, cuya edición en castellano permite asomarse a un magma atrapante de horror, lirismo y ética en el que –al igual que Tolstoi en Guerra y paz– un poeta enfrenta al mundo de manera absoluta.
“Esa noche yo había ido a la ópera de la calle Catorce, y tras la función, hacia las doce, iba camino a Brooklyn, por Broadway, cuando oí los agudos gritos de los niños vendedores de periódicos y luego los vi aparecer, gritando y corriendo de un lado para otro, con más furia que de costumbre. Compré un ejemplar y crucé hasta el hotel Metropolitan, cuyos grandes y brillantes faroles aún estaban encendidos y, con una pequeña multitud que se reunió de improviso, leí la noticia, a todas luces auténtica. En beneficio de los que no tenían un ejemplar del periódico, uno de nosotros leyó en voz alta el telegrama mientras los demás escuchaban silenciosa y atentamente. El grupo había crecido, éramos treinta o cuarenta, y nadie hizo comentario alguno, todos permanecíamos inmóviles, lo recuerdo, antes de dispersarnos. Casi nos puedo ver ahora, nuevamente, bajo las lámparas, a medianoche.”
Esa noche es la del 13 de abril de 1861. La noticia, el ataque del Ejército Confederado al fuerte Sumter en el puerto de Charleston, Carolina del Sur. Es decir, el inicio de la Guerra de Secesión. Y la anotación corresponde al diario del poeta Walt Whitman, en esa noche de sus cuarenta y dos años.
El presidente de la Unión, Abraham Lincoln, no era, como lo sugiere el mito yanqui, tan abolicionista. Casado con una sureña obviamente esclavista, hasta último momento, temeroso de una derrota, no liberó a la negritud sino para integrar las Coloured Troupes: cerca de 200.000 negros. Su paga era siete dólares inferior a la de los blancos y sus armas, anticuadas. Poco sabido es que Lincoln supo dejar en claro que ningún negro ocuparía cargo público alguno, siendo esto una prerrogativa blanca que indicaba la superioridad racial. Los veintitrés estados del Norte pretendían imponer el avance del industrialismo sobre la sureña vida agraria y esclavista. El Norte disponía, además de mayor número de efectivos, armamento moderno: además de los novedosos cañones Parrott, empleaban las ametralladoras Gatling. Los siete estados del Sur, con una moral más alta y mejor entrenados, debieron apelar a tácticas guerrilleras. En verdad el enfrentamiento era entre dos economías, una industrial-abolicionista y otra agraria-esclavista. Tampoco es cierto que los confederados peleaban sólo por la esclavitud. La mayoría de los soldados sureños eran demasiado pobres como para tener esclavos. Tuvieron la ventaja de pelear en su propio territorio, pero las fuerzas de la Unión los superaban. Para financiar la guerra, el Sur exportaba algodón hacia Europa. Una guerra, así sea civil, es sabido, tiene que ver con la economía. Y nada tiene que ver con los ideales de la tierra en que se ha nacido. Los dos bandos limitaron las libertades civiles, imprimieron carradas de papel moneda y reclutaron masas por la fuerza. La sangría, al concluir, dejaría como saldo más de un millón de muertos.
CRONISTA DE GUERRA
Apenas comenzada la guerra, Whitman encuentra en una lista de heridos de la compañía de voluntarios 51 de la batalla de Fredericksburg el nombre de su hermano George. No vacila en buscarlo. Lo encuentra sano y salvo, pero el espectáculo del matadero que lo rodea es desolador. Los combatientes heridos tienen de quince a dieciocho años. Ensangrentados, mutilados, son levantados en brazos por compañeros también ensangrentados. Después los tiran en una mesa donde los atajan unos hombres también ensangrentados, con un cuchillo entre los dientes, les ponen un trapo con éter en la cara, los duermen y empieza la carnicería quirúrgica, la amputación. No hay detalle macabro que escape a la mirada de Whitman. No hay detalle del que no tome debida nota. El viaje de búsqueda familiar lo transforma: se acentúa su samaritanismo y a la vez se hace cronista. Whitman asiste a los heridos, los escucha y consuela, les lee la Biblia y también revistas populares, les recita sus poemas y escribe a sus familiares en nombre de los analfabetos. Permanecerá en el frente los cuatro años que dure la guerra y, en todo ese tiempo, asistirá a cerca de cien mil víctimas. “Algunos de los medio borrosos y no muy legibles cuadernillos, cuando los anoté, son registros de los encargos de uno que otro de los pacientes y darán una buena idea del conjunto. D. S. G., cama 52, quiere un buen libro; tiene la garganta inflamada y por eso también le gustaría un dulce de hierbabuena, es de Nueva York, 28 Regimiento. C. H. L, del 145 de Pennsylvania, yace en la cama con ictericia y erisipela; también tiene una herida; su estómago es muy sensible, todo le asquea; para él un par de naranjas, y además un poco de mermelada. La señora G., enfermera, sala F., quiere una botella de brandy; dos de sus pacientes requieren urgentemente algún estímulo, yacen deprimidos con sus heridas y fatigas. Le conseguí una botella de brandy de primera calidad en la despensa de la sociedad caritativa cristiana.” Si uno se pone a citar fragmentos de las anotaciones de Whitman, corre el riesgo, en las ganas de irradiar su lectura, de citarlo todo. Apenas otro ejemplo de su modo de contar: “El pobre John Mahay ha muerto. Murió ayer. Sufrió mucho durante mucho tiempo. Estuve varias veces a su lado en los pasados quince meses. Pertenecía a la compañía A 101 y en la segunda batalla de Bull Run, agosto de 1862, fue herido en el abdomen inferior. Sufrió durante dos años. Una bala lo atravesó de lado a lado, perforando la vejiga. Estuve sentado junto a su cama buena parte de la mañana en la sala E, hospital Armory. El intenso dolor humedecía sus ojos, los músculos de su rostro estaban contorsionados, pero él sufría en silencio, soltando un quejido sordo de vez en cuando. Algo de alivio le daban las toallas calientes que yo le aplicaba. Pobre Mahay, casi un niño, convertido por el sufrimiento en un anciano. Jamás conoció el amor de sus padres, vivió desde la primera infancia en uno de los asilos de huérfanos de Nueva York y, posteriormente, fue colocado en el hogar de un tirano del condado de Sullivan (su espalda aún mostraba las cicatrices de aquel látigo y bastón). Su herida era muy desagradable y desgraciada, pues era un muchacho tierno y afectuoso. En el hospital se hizo de los únicos amigos de su vida. Era el favorito de todos. Fueron emotivas sus exequias”.
Al principio de este diario, Whitman declara cumplir “el mandato de una hora feliz”, un “mandato” que le exige sobre “el suceso más notable” de su vida, la guerra civil, pero es consciente de que sus anotaciones a lápiz en pequeños cuadernos pueden ser rudimentarias: “Creo que este libro no posee una intención definida que yo pueda expresar en una frase”. En todo momento el poeta vacila con respecto a su talento para registrar las emociones que lo asaltan. Tiene dos opciones: 1) como Conrad, mascullar: “Ah, el horror, el horror”, o bien 2) mandarse y escribir como quien monta en pelo. Como todo cronista, desconfía de su estilo: las impresiones son tumultuosas y su registro se hace al ritmo de los hechos. La reflexión –que no deja de estar presente a pesar del vértigo– suele ser superada por los acontecimientos que no le dan tregua. Sin embargo, no reprime la inspiración y, a pesar del vértigo, narra con morosidad todo el tiempo. Sin parar.
AUTOBIOGRÁFICO
Antes de consagrarse a la descripción y el análisis de la guerra, Whitman dedica un tramo autobiográfico de su diario a sus antecesores, sus orígenes en Long Island, la genealogía paterna, los Whitman, y la materna, los Van Velsor, describe el asentamiento materno, los interiores domésticos, el cementerio familiar, su juventud y su pasión: caminar. “Siempre fui un buen caminante, absorbiendo los campos, las playas, los incidentes marinos, los hombres de las bahías, los granjeros, los pilotos de los remolcadores, los pescadores. Todos los veranos navegaba a vela. Siempre gocé de las playas desiertas y algunas de mis horas más felices las pasé allí.” Whitman dedica un espacio a su fervor por la escuela pública, su formación en un taller de imprenta en el viejo Brooklyn, su temple de lector omnívoro de novelas, apasionado de Victor Hugo. Conoció a James Fenimore Cooper y a Edgar Allan Poe. Y como no podía ser de otro modo, el teatro de Shakespeare. Le gustaba la ópera: recuerda Guillermo Tell y La gazza ladra de Rossini. ¿A qué vienen estas referencias de autorretrato intelectual? Sin duda, a explicar que es desde esta cultura, un cierto refinamiento que hasta entonces era patrimonio sureño, que se abocará a la narración del “suceso más notable” de su vida: la guerra. Lo que justifica también, desde sus lecturas, que en medio de la matanza, pueda detenerse en el paisaje, sus cambios imperceptibles, y prestarle atención a la captura de imágenes impresionistas. “Quiero describir en especial la situación al caer la tarde del sábado y luego a lo largo de la noche y durante la mañana del domingo. Tuvo lugar principalmente en el bosque y la lucha fue muy extensa. Era la noche muy agradable y de vez en cuando la luna brillaba llena y clara –la naturaleza entera tan llena de calma, la tierna hierba del verano tan frondoso–. Pero la batalla rugía y muchos buenos hombres yacían indefensos, y cada vez caían más, y en todo momento el tableteo de los fusiles y el estallido de los cañones, la roja sangre de la vida brotaba de las cabezas o los pechos o los brazos y piernas, se derramaba en el pasto verde y húmedo de rocío.” En un alto de la descripción, Whitman recapacita: “Mil hechos que merecen nuevos y grandiosos poemas”. Pero se cuestiona: “¿Es esto en verdad la humanidad? ¿Esta carnicería?”. Whitman cuenta barbas chamuscadas, heridas horrendas, mutilaciones asquerosas, cuencas vacías y subraya: “Los caídos son apenas niños”. Muchos de los rebeldes esperan su turno entre los demás para ser atendidos por los cirujanos. “Un fragmento, un reflejo distante del sangriento cuadro que a la luz de la luna ilumina de vez en cuando brillando suave, calladamente. En el bosque, las almas y los cuerpos huidizos –entre los estallidos estruendosos aullidos–, el perfume impalpable del bosque –el humo acre y sofocante–, la luna radiante que intermitente mira desde los cielos tan plácida –ese cielo tan celestial–-, esa clara oscuridad allá arriba, esos océanos boyantes –unas cuantas estrellas tranquilas aparecen silentes y lánguidas, y luego se ocultan–, los tapices melancólicos de la noche derramada en los cielos y en la tierra.” No cabe duda: la guerra fascina y espeluzna a un tiempo y Whitman no puede rehuir su magnetismo. Tampoco se le escapa que la causa guerrera no es sólo pasión telúrica y que, en la contienda, como siempre, lo que se juega está lejos de los ideales de los contrincantes.
TEXTO CLAVE
Casi inédito en español, Diario de la guerra civil, además de crucial en la ideología panhumanista de Whitman, se plantea como un texto clave de la literatura norteamericana. Entre otros motivos, porque da cuenta de una guerra cuyos efectos alcanzan el presente. Quien en la actualidad viaje al Sur, al pasar de un condado a otro, verá que debajo de la bandera norteamericana, debajo, en el mástil, se mantiene la bandera confederada.
En términos literarios, lo esencial de esta prosa de Whitman es que, además de componer un conmovedor fresco bélico, el diario es un prodigio de observación en su contrapunto entre lo humano y la naturaleza impasible. En este sentido, Whitman está a la altura del Tolstoi de Guerra y paz y es, a la vez, antecedente insoslayable de La roja insignia del coraje, que Stephen Crane escribió a los veinticuatro años: “Había una ausencia sorprendente de actitudes heroicas”, opinó Crane en su fiction non fiction. Un dato a tener en cuenta: según señala el historiador John Keegan en su ensayo Sangre patriótica, de los dos escritores que mejor reflejaron la guerra, Whitman y Crane, ninguno participó en combates. La Guerra de Secesión fue un ineludible detonador de escrituras. En su sincronía, la guerra afectó al unionista Herman Melville, quien supo componer sus Piezas de batalla y aspectos de la guerra inspiradas a partir de la caída de Richmond: “Las pisadas morían lejanas, hasta no quedar ninguna”, escribía Melville por entonces, aunque consideraba que “la batalla de las batallas es escribir”. A su vez, en lo poético, la influencia confederada puede notarse ya en el siglo XX en la poesía de John Orley Allen Tate (1899-1979). Ahí está su “Oda a los confederados muertos”: “El otoño es la desolación en el terreno/ de mil acres donde crecen estos recuerdos/ de los cuerpos inagotables que no están muertos, / sino que nutren la hierba, fila tras fértil fila”. Y más acá, la influencia de la guerra comprende, lógicamente, las dinastías protagonistas de la literatura de William Faulkner (1897-1962). Su influjo también se sintió más acá en La Gran Marcha de E. L. Doctorow (1931) y en el farrogoso Lincoln de Gore Vidal (1925-2012). La enumeración de autores y obras puede ser abrumadora. No, ningún escritor del Sur pudo ni puede esquivar su tema y, tarde o temprano, se encuentra imantado por la guerra.
Retornando a Whitman y su magna obra poética, popularizado desde entonces hasta hoy por su Canto a mí mismo, parte de Hojas de hierba, el único y voluminoso libro de poesía que fue construyendo a lo largo de su vida, leído desde este diario de guerra aumenta su dimensión colosal. De su influencia lírica, la explotación desbordante del verso libre, no lograron resistirse siquiera aquellos que más tercamente lo intentaron: T. S. Eliot o Wallace Stevens. Whitman fue asimismo el soporte de Ezra Pound, el guía de Hart Crane y antecedió en mucho al pletórico D. H. Lawrence. Con su estilo bíblico, procurando representar la multitud, Whitman fue el cantor de la democracia. Lector encendido del trascendentalista Ralph Waldo Emerson (1803-1882), con quien mantuvo correspondencia, divulgó sus ideas reformistas. Emerson pensaba: “Creo en esta vida. Creo que continúa. Estando aquí, yo puedo leer cuáles son mis deberes, como si estuvieran escritos con un lápiz de fuego”. Whitman siguió al pie de la letra los postulados emersonianos. Y si atendemos al polémico Harold Bloom, comprobaremos que el canónico poeta elegíaco fue el gran profeta religioso norteamericano. Por sus tendencias eróticas, según Bloom, fue más un onanista enamorado de sí más que un bisexual. Whitman fue malinterpretado: anatema en su tiempo, icono gay más acá. En efecto, su sexualidad, para la crítica, es o bien un trastorno a sortear o un equívoco inexorable. En consecuencia, Whitman fue el más grande de los poetas utópicos y salvajes del siglo XIX, y por su desarrollo pionero y desaforado del verso libre, con sus bocanadas libertarias alcanzó a darles respiración a Allen Ginsberg & Co. Es decir, toda la poesía beat. En superficie, fue calificado como un poeta del yo, pero ese yo, su individualismo, es más complejo y abarcativo: contiene multitudes. Whitman sobrepasa el alma romántica. Su poesía –y también lo testimonia su prosa– no se conformaba con sentar la base escritural de una nación. No le conformaba salvar al prójimo espiritualmente. También quería salvar su cuerpo. Porque para Whitman no había, no hay –lo prueba su lectura– una dicotomía entre cuerpo y alma.
En 1866 se enamoró de Peter Doyle, un joven tranviario irlandés. En 1873 padeció un ataque de apoplejía. Y en 1875 se decidió recién a publicar su Memoranda during the war, es decir, la recopilación de los que denominaba sus “cuadernillos”. En 1888 sufrió un segundo ataque. Quedó casi totalmente inválido. En 1891 se publicó la última edición total de Hojas de hierba. Y en 1892 murió, en Nueva Jersey.
Según Paul Auster, en su novela Fantasmas, integrante de la Trilogía de Nueva York, Whitman había creído toda su vida en la frenología, el estudio de las dimensiones del cráneo, tan de moda en su tiempo. Antes de morir dejó sentado que donaba su cuerpo para una autopsia. Al día siguiente a su muerte, un médico le extrajo el cerebro. Y lo mandó a la Sociedad Antropométrica Americana. El cerebro, según cuentan, tenía el tamaño de una coliflor. Cuando el cerebro llegó al laboratorio y los estudiantes se disponían a estudiarlo, a uno se le cayó de las manos y fue a dar al piso. Al desparramarse, era imposible trabajar en él. “El cerebro del poeta más grande de América –cuenta Auster– fue barrido y arrojado a la basura.”
Tomado de RADAR.
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