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César también muere. César, emperador de Roma, César, dueño del mundo, sí, del mundo conquistado y hasta del sin conquistar, César, el divino César, ha muerto.
Ha muerto, y no le ha valido ser dueño de todo, de todos y del mundo. César, dicen esos paganos llamados cristianos y seguidores de un maniático malhechor galileo que fue crucificado, César no fue ni ha sido jamás un dios y más que un simple hombre. Un hombre cual todos y como tal ha muerto, muere como todos los hombres, muere como todos los hombres que habrán de morir.
El silencio cubrió a Roma aquella tarde de junio, de nada valieron los vítores y los bacanales a la diosa. César había de morir, sin fiestas o en las fiestas, pero habría de morir. César falleció víctima de una orinada sanguinolenta y de una hemoptisis furibunda. César murió desangrado y orinado en medio de sus fluidos y de su propia sangre.
Afortunadamente no contaba con hermanos ni hermanas, no tenía ni uno solo. De haberlo tenido lo hubieran eliminado como se sospecha hicieron sus enemigos con él. ¿Enemigos? No hay nadie tan peligroso como aquel a quien no consideras peligroso. César murió como un perro desangrado por los vidrios en polvo al beber y comer los platos codiciados. Y murió a los pies y en la cama de su concubina favorita. Aunque ella lo halló en el trance mortal no pudiendo hacer nada gritaba por su amor perdido. Sus súbditos no se explican cómo muere un dios y cómo lo hace en tan miserables condiciones, rodeado de hemorragias y cegado en sus propios líquidos.
Él se estimaba no sólo César, también se consideraba a sí mismo inevitablemente cautivador; por fuerza del destino, adinerado y famoso; y, como tal, destino de todos los hombres y los dioses.
César ha muerto indiscutiblemente. Su cuerpo lucirá por última vez ante los hombres en el Balcón Azul del Palacio Imperial. Sus carnes serán cubiertas con la toga blanca y la estola dorada, cubrirá estas vestiduras un manto púrpura recamado en hilo de oro. Sus ojos quedaron fijamente abiertos y, para alejar el poder corrosivo del tiempo y el gusano, ha sido derretida en ellos cera de abejas y parafina.
Cicerón de Jove, imitador magistral de un tal Virgilio Varo Párvulo Catón, ha gritado y escrito su grito elegiaco por el dios fallecido. Su voz, contrariada por la burla del sino al que se sujetan hombres y dioses, se ha quebrado unas tres veces a todos notorias, y ha gritado con pesar doliente e insufrible: “-Que nadie se llame a engaño. No hay dioses humanos que no sean vencidos por el tiempo que es nuestro sastre y camino. No hay dioses ni humanos que no hayan de sufrir la muerte como destino. Que si hay vasijas frágiles y tinajas de alabastros y oros finos adornadas, todas igual serán visitadas por la muerte y por el imperdonable paso del tiempo. Hombres, dioses, vasos, vasijas y tinajas tienen en suerte un mismo destino”.
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