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Para cerciorarse del estado de los huevos tibios, lo mejor es usar una cuchara. Con el desayuno comienza la desconfianza. Y con la desconfianza llega el correo. ¿Por qué debe el poeta volverse crédulo ahora, poco después del desayuno, cuando aparecen las primeras inspiraciones? Completamente despierto, está sentado frente a su imaginación y con la dura cucharita palpa hoscamente todas las frases y los signos de dos puntos que se le presentan. Quiere escribir un poema sobre una clase particular de alambradas. En Berlín la firma Lerm & Ludewig es la que rodea con red de alambre, de uniformes y estrechas mallas romboidales, no sólo gran parte de los pequeños jardines de las afueras de la ciudad sino también muchas orgullosas mansiones de Grunewald. En cada una de estas cercas cuelgan uno, a veces dos letreritos para indicar que fue la firma Lerm & Ludewig.
Nuestro poeta tiene el poema en la cabeza, línea por línea. Sobre el papel está el título: Estrechas alambradas. Ahora se suelta la primera frase: «Cuando paso junto a alambradas estrechas, escondo las manos en las bolsas y finjo no saber de música». Satisfecho, coloca el punto, desplaza la pluma al principio de la siguiente línea y en el acto comienza una terca lucha con su compañera de mesa, la imaginación. «No es posible empezar un poema así -dice ella-; temporal y localmente está demasiado limitado». Es indispensable integrar el cosmos; los elementos motores del alambre trenzado deben ir en aumento en un staccato situado más allá de este tiempo y este mundo, hasta disolverse por completo y fundirse en nuevos valores. Además, sin la menor dificultad podría pasarse de la alambrada de mallas estrechas a la electrificada, rozando simbólicamente el alambre de púas, y así llegar a audaces imágenes, atrevidas asociaciones y un final envuelto con la muerte y una profunda melancolía.
El poeta se reclina. No ha visto nunca una cerca de alambre de púas en que la firma Lerm & Ludewig haya colgado su letrerito. Por mucho que lo lamente, por bonito que suene todo, debe rechazar estas dádivas y amenazar a su imaginación con una declaración inmediata de incapacidad si no se atiene al asunto, a las mallas estrechas de Lerm & Ludewig. Al fin y al cabo, no es un soñador. Y no puede restringirse a una agilidad mental que despertaría la suspicacia de todo ladrón de cajas fuertes y estafador matrimonial. Un verdadero poeta debe contar con una proliferación tan incesante de la imaginación que ya no dependa de ella.
La comida es suficiente razón para dejar el papel y desistir de un poema malogrado. Es cierto que la hoja está llena, no, varias hojas llevan el mismo título. Mucho está tachado, el orden invertido, y no obstante propaga el alambre de púas; un pasaje excelente: «Mi corazón es un queso detrás del mosquitero», tuvo que ser borrado varias veces. Al parecer le interesaba mucho al poeta, pero Lerm & Ludewig se oponía. Lo intentará otra vez mañana. Inmediatamente después del desayuno, con la cucharita en la mano todavía y sentado en actitud desconfiada delante del papel blanco, sentirá la rebeldía, especialmente si se le ocurre algo.
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