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El 12 de febrero de 1883 murió a los 70 años Wilhem Richard Wagner, el compositor, dramaturgo, poeta y filósofo alemán quien nació el 22 de mayo de 1813 en Leipzig, por lo que este año se celebra en Alemania el bicentenario de su nacimiento. Wagner es considerado uno de los más importantes reformadores de la música del siglo XIX en la búsqueda de la ópera como una obra de arte total, que conjuga las otras disciplinas artísticas, pero su figura es polémica. Por un lado, su indiscutible talento y la maravillosa obra que produjo como Tristán e Isolda, Parsifal o la famosa tetralogía El anillo del nibelungo (El oro del Rin, La valquiria, Sigfrido y El ocaso de los dioses); por otro lado, la postura antisemita que asumió, manifiesta en un documento publicado en 1850 con el título El judaísmo en la música, hizo que Adolf Hitler lo adoptara como su músico preferido y que el movimiento nazi lo utilizara como signo de identificación.
El escritor, compositor y director israelí-argentino Daniel Barenboim aboga por separar la música creada por el genio de las ideas expresadas por la persona.
Descubrí a Wagner relativamente tarde. Debuté como pianista a los 7 años, aunque por aquel entonces toda mi educación musical giraba alrededor del piano, el repertorio instrumental y sinfónico y la música de cámara. Cuando no ensayaba o daba conciertos, acudía a recitales y compraba entradas para ver a mis orquestas y cuartetos de cuerda favoritos. Rara vez pisaba la ópera. Cuando cumplí 9 años, mi familia, judía de origen ruso, se trasladó a Israel. El teatro de ópera de allí era más bien pobre en esos días, y Wagner no suscitaba ningún interés, por lo que no tuve contacto real con su música hasta mucho más tarde, ya a punto de cumplir los veinte años.
Antes de eso, me interesé mucho por el Wagner compositor a través de sus escritos teóricos sobre música y dirección. Me fascinaba la forma en que cada elemento podía ser analizado individualmente o bien como parte de una idea mayor, bien sobre el peso de la orquesta o la continuidad del sonido. De modo que mi primer contacto con sus óperas fue estrictamente musicológico, lejos de otro tipo de ideas. Debo decir que por aquel entonces no imaginaba que terminaría dirigiendo óperas ni era consciente de que todos esos escritos me ayudarían a comprender mejor lo que, años más tarde, se convertiría en vocación.
Con el tiempo fui consciente de la monstruosidad de sus textos e ideas antisemitas. Es un punto inevitable e injustificable de su biografía. Y debo reconocer que si alguien me concediera el deseo de pasar veinticuatro horas con algún gran compositor del pasado, Wagner nunca sería una opción. Me encantaría compartir un día con Mozart. Sería una experiencia divertida y edificante. No así con el Wagner “persona”, que me resulta absolutamente despreciable y que, en cierto sentido, es difícil de asociar a la música que escribió el Wagner “compositor”, impregnada de otras ideas y sentimientos, como la nobleza o la generosidad.
En el cruce entre el Wagner “persona” y el Wagner “compositor” se ha desarrollado durante décadas el debate en torno a la supuesta amoralidad de su música. Es posible identificar en sus óperas una terminología de inspiración antisemita pero no podemos encontrar un solo personaje judío. No hay nada ni remotamente parecido al Shylock shakespeariano de El mercader de Venecia en las diez grandes óperas de Wagner. Por supuesto que uno puede intuir en el maléfico Mime de Sigfrido o el escribano Beckmesser de Los maestros cantores de Núremberg un perfil cercano al antisemitismo, de la misma manera que se puede convertir fácilmente El holandés errante en El judío errante, pero esa asociación de ideas sólo ocurre cuando nuestra imaginación entra en contacto y en contexto con ciertas ideas.
Por otro lado, hay que distinguir entre el Wagner antisemita y el uso que los nazis hicieron de algunas de sus composiciones. A lo largo de toda mi carrera, me he cruzado con no pocas personas que no pueden escuchar música de Wagner. En pleno debate sobre la idoneidad de interpretar a Wagner en Israel, una señora vino a verme a Tel Aviv y me dijo: “¿Cómo es posible que quieras dirigir esta música?”. La mujer había visto con sus propios ojos cómo se llevaban a miembros de su familia a las cámaras de gas al son de la obertura de Los maestros cantores. “¿Por qué debo escuchar esto?”, me increpó. Mi respuesta fue simple: no hay ninguna razón por la que se deba escuchar nada. No creo que debamos forzar a nadie a enfrentarse a las óperas de Wagner. Pero el hecho de que su música haya inspirado sentimientos tan extremos, a favor y en contra, no nos exime de ciertas obligaciones cívicas. Es por eso que considero la Orquesta Diván de Oriente-Occidente como una medicina alternativa. No tiene efectos inmediatos, pero termina funcionando.
Tomado de El Cultural.
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