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He sido, por desánimo arraigado y discernimiento lúcido, un inexpresivo pero iracundo crítico de la casta política. Desde la llaneza e intimidad de la amistad, he abominado de sus rimbombantes, persuasivas e insolventes iniciativas de campaña electoral, de sus leyes y decretos gubernamentales fraguados en la sarta de embustes, al eco de los imprevistos o mediante efímeros parches paliativos, y, mayormente, estoy en guardia respecto a la vocación administradora de la cúpula, o la de sus prosélitos más cercanos, de satisfacer primordialmente el interés público.
Como muchos de la comunidad, me acuso de haber sido un indolente en la democracia (mas no un incrédulo de la misma)… Pero, ¿quién es un miembro formalmente reconocido y activo de la casta política? ¿Será aquel personaje que procura ejercer influencia sobre la manera en que un grupo social es regido? ¿Será el individuo que conoce las dinámicas sociales y el ejercicio del poder? ¿Será el representante del pueblo en la administración, el manejo y el mantenimiento de los recursos públicos? ¿Será ese ser que planifica su actividad política para solucionar las necesidades públicas, distanciándose de la familia, alterando su salud y desatendiendo sus deberes particulares? ¿Será el individuo que al administrar los recursos públicos se apega religiosamente a los principios de probidad -economía legalidad, eficacia, y eficiencia-, rindiendo cuentas honradamente y a plena satisfacción de los contribuyentes? ¿Será aquel que restablece la confianza del pueblo en la gobernabilidad real y juega un papel esencial en la erradicación de la desigualdad? Respuestas desconsoladoras.
Primero. La gobernabilidad es directamente proporcional a los pésimos parámetros éticos de la población civil que en nuestras latitudes enaltecen los portafolios de los arribistas. Segundo. Colosales hipócritas e inescrupulosos a los que el escarnio público más bien los envalentona, pueden proclamarse políticos, máxime siendo consanguíneos de anteriores representantes de los clanes caudillistas. ¡Certeramente entendible! Porque para colarse en la esfera política es innecesario estudiar o trabajar; ni siquiera se exige saber leer y escribir. En tal contexto, ¿cómo entender el anhelo desesperado de algunos paisanos para ocupar un cargo en la estratificación política, sea como concejal, alcalde, diputado, ministro, presidente del gobierno? ¿Será porque basta, para ser miembro del Gobierno, ser costarricense, mayor de edad, y no del clero, ni estar inhabilitado para ejercer un cargo público por sentencia judicial firme? O, ¿será porque no muy adentro de la gestión política se yergue un filón áurico?…
En nuestras sociedades al poder político, estratificado y relativo, se le adhieren, como el percebe a la insensible roca, los pecados inherentes a la burocracia, manifestándose estos con un mal social pocas veces disimulado y consuetudinario: El del tráfico de influencias. “Nómbrame a mi recomendado para el puesto que he solicitado y te nombro a tu fulano como mi chófer”. También se reparten canonjías bajo el nombre de asesores. Se entra, luego, a la aceptación por el líder político, y su engranaje encadenado, de propinas o dádivas, obsequios, o cualquier otro emolumento cedido por el cohechador para obtener algún permiso gubernamental. Se prosigue con el desvío o mala gestión de los recursos destinados a una obra a construir, levantada a medias o demolida una vez que se comprueba su errónea y onerosa ejecución. Las calles adoquinadas en la ciudad de Alajuela constituyen un buen verbigracia: Construcción sin planeamiento, cimentaciones mal hechas y ahora callejuelas demolidas y desadoquinadas sin conocerse en cuáles caminos escoraron los compactos ladrillitos (¿Y el criterio técnico del LANAMME?). También se camina por el peculado o hurto al tesoro público. Es más, se va trotando por la senda del enriquecimiento ilícito en cualesquiera de sus manifestaciones legales aunque inmorales… Y debemos gritar a coro: ¡Basta!
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