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En noviembre de 1913, después de cinco años de intenso trabajo, aparece por fin publicado el libro +Por el camino de Swann editado por Bernard Grasset y financiado por el propio Marcel Proust, luego de que André Gide, como editor de Nouvelle Revue Française y lector de borradores para Gallimard, rechaza su publicación.
Esta era la culminación del monumental proyecto literario de siete volúmenes que Proust tituló, en alusión a su propuesta filosófica, estética y literaria +En busca del tiempo perdido.
Inició así la revolución que transformó la novela decimonónica y dio paso a la novela moderna. Pero en los años inmediatos a aquella publicación no se darían a conocer los subsiguientes tomos de la obra de Proust, pese a que ya estaban escritos en su mayoría. Esto debido principalmente a la Primera Guerra Mundial.
Durante esos años, Proust continuó, de manera casi obsesiva su proyecto literario. Tenía muy claro todo el conjunto de su obra. El segundo volumen +A la sombra de las muchachas en flor le mereció el premio Goncourt y el reconocimiento general como uno de los autores más importantes en ese momento.
Ciertamente su trabajo era de ruptura, algo diferente, con influencia de las propuestas filosóficas de Henry Bergson y sustentado en la introspección, pero sin dejar de retratar con aguda crítica la decadencia de la sociedad seudoaristocrática francesa en que se desarrollaba una historia contemporánea de la época.
En aquella forma narrativa, Proust introducía reflexiones acerca del arte, hacía retrato psicológico de los personajes, lanzaba una mirada aguda a la sociedad, analizaba la literatura y convocaba al lector a un ejercicio introspectivo que hacía difícil abandonar la lectura.
La frase con que inicia esta gran aventura literaria “Hace tiempo que me acuesto temprano.” revela y programa el tono intimista y autobiográfico en que se construye la propuesta narrativa. Proust deposita en el personaje de Charles Swann una especie de alter ego pero a la vez en él retrata y conjuga gran cantidad de observaciones de personajes y situaciones que durante décadas escrutó con su ojo intenso pero que no había podido encontrar la forma de transcribir en una narración.
Aunque el tono es autobiográfico, personal e intimista, no se trata de una historia autobiográfica, sino de una visión a partir de sí mismo para construir y narrar un mundo literario.
Para Proust la evocación es la clave del desencadenamiento literario. Él mismo, cuando logró encontrar la fórmula para su narración ya no pudo abandonar el trabajo literario. Moriría 9 años después cuando aún faltaban por publicar algunos de sus libros, pero sentía que ya había podido culminar su gran empresa literaria.
No solo se trataba de escribir la obra, sino que era consciente de la transformación que quería imprimir en la literatura de su época.
Precisamente, de sus reflexiones por oponerse al crítico literario Charles Augustin Sainte-Beuve, surgirá luego la construcción de sus novelas. Pero el ensayo +Contra Sainte-Beuve apareció póstumamente. De ahí es extraído el siguiente pasaje en el cual explica de alguna manera su propuesta de evocación literaria.
Se trata, nada menos, que del famoso pasaje epifánico de la magdalena, cuando Charles Swann evoca su niñez en Combray al llevarse a la boca el bollo mojado en té.
El secreto de la magdalena
Por Marcel Proust
Cada día valoro menos la inteligencia. Cada día me doy cuenta mejor de que sólo es al margen de ella que un escritor puede recuperar algo de sus impresiones, es decir, alcanzar algo de sí mismo y la única materia de su arte. Lo que la inteligencia nos devuelve bajo el nombre de pasado no es pasado. En realidad, como les ocurre a las almas de los difuntos en ciertas leyendas populares, cada momento de nuestra vida, apenas muerto, se encarna y se esconde en algún objeto material. Allí permanece cautivo, eternamente cautivo, a menos que encontremos el objeto. A través de él lo reconocemos, lo llamamos y es liberado. El objeto en el cual se esconde −o la sensación, ya que todo objeto en relación a nosotros es sensación−, tranquilamente podemos no encontrarlo jamás, y así es como hay horas de nuestra vida que no resucitarán jamás. ¡Es que ese objeto es tan pequeño, está tan perdido en el mundo y hay tan pocas posibilidades de que aparezca en nuestro camino! Hay una casa de campo donde pasé varios veranos de mi vida. A veces pensaba en esos veranos, pero no se trataba de ellos. Había muchas posibilidades de que permanecieran eternamente muertos para mí. Su resurrección se debió, como todas las resurrecciones, a una simple casualidad. La otra noche, al volver a casa congelado por la nieve, como no podía entrar en calor me había puesto a leer en mi cuarto bajo la lámpara y mi vieja cocinera me propuso prepararme una taza de té, algo que nunca tomo. Y la casualidad hizo que me trajera algunas rebanadas de pan tostado. Yo remojé el pan tostado en la taza de té, y en el momento en que me lo puse en la boca y tuve la sensación de su ablandamiento embebido de gusto a té contra mi paladar sentí un desconcierto, olores de geranios, de naranjos, una sensación de luz extraordinaria, de felicidad; me quedé inmóvil, temiendo que un solo movimiento detuviera eso que pasaba en mí y que no comprendía, y apegándome a ese pedazo de pan remojado que parecía producir tantas maravillas, cuando de pronto los tabiques tambaleantes de mi memoria cedieron, y fueron los veranos que pasaba en la casa de campo de la que hablé los que hicieron irrupción en mi conciencia, con sus mañanas, arrastrando con ellos el desfile, la carga incesante de las horas felices. Entonces me acordé: todos los días, cuando ya estaba vestido, bajaba a la habitación de mi abuelo, que acababa de despertarse y tomaba su té. Remojaba en él un biscote y me lo daba para que lo comiera. Y una vez que esos veranos pasaron, la sensación del biscote ablandado en el té fue uno de los refugios donde las horas muertas −muertas para la inteligencia− fueron a acurrucarse, y donde sin duda nunca las habría vuelto a encontrar si esa noche de invierno, al volver congelado por la nieve, mi cocinera no me hubiera propuesto el brebaje al cual estaba ligada la resurrección, en virtud de un pacto mágico que yo no conocía.
Pero en cuanto saboreé el biscote fue todo un jardín, hasta allí vago y apagado, el que se pintó con sus senderos olvidados, cantero a cantero, con todas sus flores, en la pequeña taza de té, como esas flores japonesas que sólo vuelven a abrirse en el agua. Así también muchas de las jornadas de Venecia, que la inteligencia no había podido devolverme, estaban muertas para mí cuando el año pasado, mientras atravesaba un patio, me paré en seco en medio de los adoquines desiguales y brillantes. Los amigos con quienes estaba temieron que me hubiera resbalado, pero yo les hice señas para que siguieran su camino, que ya los alcanzaría; un objeto más importante me retenía, aún ignoraba cuál, pero sentía en el fondo de mí mismo vibrar un pasado que no reconocía: al apoyar el pie sobre ese adoquín había experimentado ese desconcierto. Sentía una felicidad que me invadía, y que iba a ser enriquecido por esa pura sustancia de nosotros mismos que es una impresión pasada, por la vida pura conservada pura (y que sólo podemos conocer conservada, ya que en el momento en que la vivimos no se presenta en nuestra memoria, sino en medio de sensaciones que la suprimen) y que no pedía más que ser liberada, venir a acrecentar mis tesoros de poesía y de vida. Pero yo no sentía en mí el poder para liberarla. ¡Ah!, la inteligencia no me hubiera servido para nada en semejante momento. Di algunos pasos atrás para pasar otra vez sobre esos adoquines desiguales y brillantes, para tratar de volver a colocarme en el mismo estado. Era la misma sensación en el pie que había advertido sobre el empedrado un poco desigual y liso del baptisterio de San Marcos. La sombra que había aquel día en el canal donde me esperaba una góndola, toda la felicidad y todo el tesoro de aquellas horas se precipitaron después de esa sensación reconocida, y aquel día mismo revivió para mí.
Tomado de El Cultural.
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