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El 24 de marzo las principales avenidas de San Salvador fueron abarrotadas por centenares de personas al grito de “¡San Romero de América, corazón del pueblo!”. El sentido homenaje tenía lugar en el 33 aniversario del asesinato del Obispo mártir Óscar Arnulfo Romero. El acto se realizó cerca del parque Cuscatlán, en donde han quedado grabados en mármol los nombres de las más de 30 mil víctimas de la dictadura militar (1980-1992).
Mujeres y hombres de todas las edades, depositaron luego en su tumba ramos de flores y de hojas de palma, en recuerdo a su legado a favor de los pobres, a la justicia social y a la liberación de los oprimidos. Seguía latiendo en el corazón de los salvadoreños, el recuerdo del rescate de Monseñor a tantos niños y adultos víctimas del ejército y de sus escuadrones de la muerte, los cuales sembraban el terror en aldeas enteras ante la desesperación de las familias. El arzobispado se había convertido en una esperanza de vida.
Según el Obispo Romero, en El Salvador no existía un conflicto entre la iglesia y el gobierno, sino entre el gobierno y el pueblo, “y yo como pastor” –agregaba- “debo estar con el pueblo”. Envió muchas cartas al Vaticano para detener la matanza en su país, tanto de civiles como de sacerdotes, pero Juan Pablo II guardó silencio. “Nadie escucha nuestras voces” decía. A pesar de su visita a Roma, se encontró con un muro de indiferencia.
Monseñor Romero fue asesinado por los escuadrones de la muerte un 24 de marzo de 1980, mientras celebraba la misa en la capilla del hospital de la Divina Providencia, en la misma forma en que asesinaron a otros sacerdotes.
Justamente en el mismo mes de marzo −aniversario de la muerte de Monseñor Romero−, de la chimenea del Vaticano salía el esperado humo blanco que anunciaba la elección de un nuevo papa después de la renuncia de Benedicto XVI. El primado argentino Jorge Bergoglio se convertía así en el Papa Francisco.
La polémica no se ha hecho esperar ante el papel deplorable de la jerarquía eclesiástica durante la dictadura genocida en Argentina. Se le achaca además al nuevo Papa su tendencia reaccionaria ante los derechos de las minorías, la educación sexual y el control de la natalidad. Por otra parte, y de forma contradictoria, se le presenta también como un obispo con conciencia social, como un luchador contra las desigualdades. Algunos medios lo han descrito incluso, como “conservador en temas teológicos, pero progresista en temas sociales”.
Al escoger el nombre del Santo de Asís que renunció a las riquezas y que optó por los pobres, ha abierto un camino diferente en el Vaticano, tal vez ya transitado por Juan XXIII, el Papa que hablaba de la “Iglesia de los pobres”.
Voces autorizadas defensoras de los derechos humanos, han apostado a un rumbo de esperanza bajo el papado de Francisco. Sacerdotes jesuitas perseguidos por el régimen dictatorial argentino, han manifestado la mediación de Bergoglio para que abandonaran el país antes de ser arrestados. Adolfo Pérez Esquivel, víctima de la tortura y premio nobel de la paz, declaró que el Obispo no había sido cómplice de la dictadura. Recientemente pudimos escuchar −en el auditorio de la Facultad de Derecho− a Leonardo Boff, quien apuesta a la esperanza de que Francisco −igual que aconteciera en el Concilio Vaticano II− haga cuerpo con una Iglesia abierta al diálogo, que sane sus raíces, que reconstruya el sentido original del cristianismo. Está en juego la lucha contra la corrupción dentro de la Iglesia, que rescate su credibilidad. Una Iglesia al servicio de la humanidad, de los pobres, entre los que se cuenta la madre tierra.
Esos ecos de esperanza encuentran en América Latina una ruta abierta por Monseñor Romero, cuyo legado a favor de los pobres, de la libertad y la dignidad de la condición humana es inconmensurable. Pero también recordemos con devoción y respeto a los jesuitas asesinados en El Salvador un 16 de noviembre de 1989, y a tantos otros sacerdotes y civiles víctimas de la tortura por levantar el estandarte de “una sociedad auténtica con justicia social y libertad”.
No perdamos de vista sin embargo, el gran reto que encierra la opción contra la desigualdad, resumido magistralmente por aquel Obispo brasileño don Helder Cámara, que llevó su mensaje por América Latina y Europa: “Si les doy de comer a los pobres, me dicen que soy un santo. Pero si pregunto por qué los pobres pasan hambre y están tan mal, me dicen que soy un comunista”.
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