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En dos anteriores artículos (Semanario UNIVERSIDAD, 10/4/13 y 8/5/13), me he referido a las falacias de lógica, que parecen ser parte razonable de una discusión, pero realmente ocultan alguna maniobra tramposa. Se trata de argumentos que, aunque incorrectos, son psicológicamente persuasivos, y su comprensión impedirá que uno sea engañado por ellos. En esta ocasión veamos un método que de hecho no es un argumento, sino un medio para impedir el debate y extorsionar el acuerdo con ciertas ideas sin discutirlas.
Ayn Rand llamó a este método, que debiera clasificarse como falacia, el “argumento de intimidación”. Recurre a la presión psicológica y consiste en la amenaza de impugnar el carácter del adversario, atacando de este modo su argumento sin debatirlo. Por ejemplo: “Solo alguien sin compasión puede apoyar esa posición”.
El ejemplo clásico del argumento de intimidación es el relato de Las Ropas Nuevas del Emperador (The Emperor’s New Clothes). Dos charlatanes le venden prendas inexistentes a un emperador, declarando que la inusual belleza de estas las hace invisibles a quien tiene un corazón moralmente depravado. Note los factores psicológicos necesarios para hacer que esto funcione: los charlatanes confían en la duda de sí mismo del emperador; este no cuestiona la autoridad moral de ellos; se rinde inmediatamente, afirmando que sí ve las prendas –de este modo niega la evidencia de sus propios ojos e invalida su propia conciencia- en vez de encarar una amenaza a su precaria autoestima. El emperador prefiere caminar desnudo por la calle, exponiendo sus ropas inexistentes a la población, en vez de arriesgarse a incurrir en la condena moral de dos sinvergüenzas. Los espectadores, impulsados por el mismo pánico psicológico, tratan de superarse los unos a los otros en sus exclamaciones sobre el esplendor de las vestimentas, hasta que un niño grita: “¡El emperador está desnudo!”.
La característica esencial del argumento de intimidación es su apelación a la falta de confianza moral en uno mismo, al sentimiento de culpa o ignorancia de la víctima. Se usa como un ultimátum que exige que la víctima renuncie a una idea sin discutirla, bajo amenaza de ser considerada moralmente indigna. El patrón siempre es representado por una caracterización: “Solo quien es malvado (deshonesto, cruel, insensible, etcétera) puede tener tal idea”.
El argumento de intimidación depende no de qué se dice sino de cómo se dice –no del contenido sino del tono de voz−. El tono es usualmente de desdén o beligerancia incrédula, acompañado por un arsenal de señales no verbales que muestran desaprobación. “No puede ser que usted defienda el libre mercado, ¿verdad?”. Pero si uno no se deja intimidar y desafía a este impostor, encuentra que él no tiene argumentos ni pruebas o razones; que su agresividad ruidosa es solo un intento de esconder un vacío, una confesión de impotencia intelectual.
Un truco muy usado en temas políticos y que sirve como un tipo de argumento de intimidación, es alegar la “polarización”. Su significado no es muy claro, excepto que es algo malo –indeseable, destructivo socialmente–, algo que dividiría al país en campos y conflictos irreconciliables. Reemplaza la discusión sobre los méritos de una idea mediante la acusación amenazante de que la idea “polarizaría” al país –lo cual supuestamente hará que el adversario se retire, protestando que no quería hacer eso.
Es dudoso que alguien pueda prevalecer diciendo: “Sobre la base de principios fundamentales, ¡prohibamos cualquier debate!”. Pero si dice: “No polaricemos” y sugiere la imagen imprecisa de grupos listos para pelear (sin mencionar el objeto de la pelea), tiene la posibilidad de silenciar a quien está cansado mentalmente.
La fuente psicológica del argumento de intimidación es la metafísica social. Un metafísico social considera la conciencia de otras personas superior a la suya y a los hechos de la realidad. Para él la evaluación moral que otros hacen de él es una preocupación fundamental que suplanta la verdad, los hechos, la razón, la lógica. La desaprobación de otros le resulta tan aplastantemente aterradora, que negaría la evidencia de sus propios ojos e invalidaría su propia conciencia con tal de obtener la sanción moral de cualquier charlatán.
Pero la verdad o la falsedad deben ser la única preocupación y el único criterio de juicio –no la aprobación o desaprobación de otro−.
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