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El papa Francisco, en un discurso reciente, ante nuevos embajadores asignados al Vaticano, ha llamado la atención sobre la “dictadura de la economía”: “Hemos creado nuevos ídolos. La antigua veneración del becerro de oro ha tomado una nueva y desalmada forma en el culto al dinero y la dictadura de la economía, que no tiene rostro y carece de una verdadera meta humana (…) El dinero tiene que servir, no gobernar».
El papa tiene claridad de cómo lo político ha venido cediéndole terreno a lo económico. Efectivamente, se levantan falsos dioses ofreciendo mundos paradisiacos a cambio de sacrificios humanos. Hoy, la “dictadura de la economía” está sacrificando a más de dos terceras partes de la humanidad, en el altar del mercado. Y, con ella, el futuro de las nuevas generaciones y los recursos más preciados del planeta.
Jean-Paul Fitoussi relata una alegoría en la que la crisis dice a los perdedores o sacrificados: “Lamentamos sinceramente el destino que habéis tenido, pero las leyes de la economía son despiadadas y es preciso que os adaptéis a ellas reduciendo las protecciones que aún tenéis. Si os queréis enriquecer debéis aceptar previamente una mayor precariedad; este es el camino que os hará encontrar el futuro” (Citado por Estefanía, Joaquín (2012). La economía del miedo.). Se trata de la receta neoliberal que ha venido desmantelando la institucionalidad social y apostando por las privatizaciones para trasladar los negocios más rentables a grupos minoritarios de gran poder económico. Los gobiernos neoliberales se entregan dócilmente a esos intereses privados.
En nuestro país la generación de relevo político, en el marco del bipartidismo tradicional (PLN y PUSC), asumió el ideario neoliberal como bandera, y ha actuado en consecuencia. Por ello, no es una clase política ingenua cuando entra en relaciones con el mundo de los grandes negocios a participar de los “aperitivos” que se sirven en su mesa. De esta manera, ha venido dejando de lado su tarea fundamental: servir a la mesa del bien común.
Por otra parte, la “dictadura de la economía” conduce inevitablemente a la “dictadura en democracia”. No hay forma de gobernar a un pueblo, cuando manda el dinero, que actuando con “mano dura”, “torciendo brazos” y criminalizando la protesta social. Se cierran, así, los espacios para el diálogo y la concertación. La arrogancia del poder se pone a la orden del día; se comporta como el faraón egipcio en tiempos del Éxodo: cuanto más azotes y plagas recibe más endurece su corazón y su respuesta se vuelve más violenta y represiva.
El gobierno del dinero conduce peligrosamente a la violencia, ante la ausencia de una clase política a la altura de los tiempos: aquella que levante la bandera de la dignidad y el patriotismo, es decir, que no se someta a los dictados del nuevo becerro de oro y esté dispuesta a impulsar una “economía con una meta verdaderamente humana”, como señala el papa Francisco.
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