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Las definiciones personales o contextuales nunca serán precisas. Valga entonces este preámbulo para concebir a mi manera tres términos políticos: Dinastía, perpetuidad de la misma familia en el poder durante más de medio siglo, o continuidad en sobresalientes cargos públicos por influencia familiar. Porque media votación ciudadana se le distingue del nepotismo. Caciquismo, marcado predominio del bagaje electoral en un distrito, cantón o provincia por un líder político local. Cacique alude a quien detenta el manejo de redes clientelares. Es claro que el grado de utilidad del cacique es paralelo a su clientelismo político, pues influye y controla el voto de su rebaño, lo que le permite negociar con la casta dominante para que esta lo muestre como la base de su partido. Dinastía y caciquismo se enmarcan dentro de la institucionalidad democrática; es decir, funcionan como democracias, engañosas, eso sí, pues estrictamente no son el gobierno del pueblo. Enchufismo, es la práctica de conceder empleos o cargos por influencias o relaciones personales (se observa en municipalidades, el Poder Judicial y en universidades).
En Costa Rica, como en otros países de gobernantes designados mediante elecciones con participación de todos los ciudadanos, la consolidación y permanencia de dinastías políticas se ha manifestado con más frecuencia de lo deseable. Evidencias recientes las plasman los Figueres y los Calderón, los Monge palmareños y los Sánchez heredianos, aunque estos últimos, junto con los Solís de Pérez Zeledón caen más en el marco del caciquismo, entendiéndolo ahora como la intromisión intermitente de un personaje, valiéndose de su poder o influencia, en todo asunto del que pueda obtener ventajas políticas o económicas. Y ya que su mera existencia les hace ser determinantes, ejercen el poder fáctico en el partido al que pertenecen o en el gobierno, personal o mediáticamente. Sobre los partidos emergentes o alternativos (ensamblados para beneficio personal creando asentamientos de protesta al statu quo) mejor ni hablar.
He procurado combatir este tejemaneje de influencias, pero no comulgo con los que reniegan de los comicios menospreciando a los candidatos elegibles para un puesto. Soy de los que votan ambicionando acertar tras una rigurosa decisión. Pero ahora debo admitir públicamente mi culpabilidad por haberme inclinado por la actual presidenta y por no haberle acertado a la diana democrática. ¡Fallé estrepitosamente! Debí notar que había sido enchufada por una dinastía y apoyada por el caciquismo liberacionista. Debí percibir en doña Laura la tenebrosa esencia de las calas para nuestro país. Si fuese cierto que como pago a su hermano por mejoría de imagen de campaña se le haya pasado al pueblo (a través del TSE) una factura por $400.000, tal amor me obligaría a exclamar: ¡Vaya desperdicio! Ya en el poder ha evidenciado su incoherencia ideológica y su desvinculación del propio partido y a la sociedad en general. Siguió su peregrinar con el despilfarro de dinero del pueblo en “La Trocha”, luego la intolerable y cuestionable “Concesión de Obra Pública a OAS” y, como para ganarse el Premio a la peor actuación, se nos fue del país a una fiesta privada como si fuese una gobernanta que carece de compromisos diarios con sus gobernados, en un jet de un empresario cuestionado y utilizando como razón un pretexto frívolo y deshonroso para el país. Tanta licencia de este gobierno delata un aroma que no es de incienso para santos, y sí de caradurismo.
Aceptar que nuestra presidenta ha tenido muchos problemas para gobernar (ingobernabilidad) porque la dirigencia de los partidos dinásticos y los caciques la han dejado al garete, es institucionalizar la impericia y la despreocupación presidencial. Si yo fuera diputado propondría… ¡Un voto de censura para nuestra presidenta!
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