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Acudir a las urnas es una decisión que está permeada por la imagen que el electorado tiene de los políticos y sus actuaciones. Estas percepciones implican elementos cognitivos, simbólicos y afectivos con los que se interpreta −o, de acuerdo con Freud, “se construye”− la realidad. Más específicamente, se trata del nivel y tipo de conocimiento y experiencias previas en lo que respecta a gobiernos y gobernantes (desde logros hasta personalidad). Entonces, ¿sufren de amnesia los electores en Costa Rica, o qué esconden los procesos electorales que seducen cada cuatro años, a pesar de lo acontecido en el ínterin?
Siguiendo algunos de los postulados de Anthony Downs y Joseph A. Schumpeter, el modelo de ‘elección racional’ asume que las personas escogen entre las ofertas políticas de los partidos en competencia, casi de la misma manera en que los consumidores deciden, sobre una base de méritos relativos, comprar un producto de la marca ‘x’ y no uno de la marca ‘y’. Así, en tiempos de lo que Guy Debord denominó “sociedad del espectáculo”, en la cual la comunicación humana se torna espectáculo y deviene en mercancía, las campañas políticas siguen el mismo curso y son reducidas a productos de supermercado.
Esta ‘política del espectáculo’ define el programa de una clase dirigente y preside su constitución. Cada cuatro años, por medio de lo que Walter Benjamín definiera como “estetización de la política”, productos electorales son —en mayor o menor medida cuidadosamente— diseñados, creados y embalados para el consumo y disfrute de nuestra sociedad electoral (y no electoral). Dichas ‘mercancías electorales’ parecen jugar un rol determinante para que se olvide (¿perdone?) cualquier fallo o pena cometida, sin importar lo grave o sensible de sus consecuencias. Ello, después de todo, no resulta tan sorprendente si se considera la muy poco desarrollada cultura de consumo responsable que existe en nuestro país (¿a quién le importa que sus aparatos electrónicos supongan trabajo infantil?), y la incapacidad para recapacitar sobre las consecuencias y derechos si se elije un producto dañado o con imperfecciones (p.ej., si, al final, no era ni tan honesto, ni tan firme).
En pos de un punto de inflexión. En todo esto subyace una incomprendida obstinación disfrazada de convicción: los electores aspiran, con cada elección, a que esta vez el gobierno sí será diferente. Empero, de este círculo vicioso no se puede esperar mucho ya que, parafraseando a Albert Einstein, no se pueden esperar resultados distintos, cuando constantemente se hace (solo) lo mismo.
Una posible alternativa para quebrar dicha inercia estaría en reconocer que ambos tipos de consumismo—de mercancías y ofertas políticas—siguen un diseño que impide todo tipo de razonamiento crítico, lo cual separa a las personas de los procesos de producción y les impide tener poder sobre ellos. Como consecuencia, se cae un estado de ‘luto’—en el sentido económico desarrollado por Freud—y un sentimiento de impotencia embarga ‘el manto de la psique’, que conlleva a una gradual pérdida de interés en sí mismo y en el mundo externo. El punto redunda, precisamente, en reclamar y exigir un restablecimiento de las relaciones directas (no ‘espectacularizadas’) con el proceso de producción —para efectos de lo discutido— de las propuestas políticas.
Asimismo, es necesario mayor transparencia, efectividad y eficacia de los gobiernos (lo cual conlleva una mayor legitimidad). Para esto, se deben abrir espacios de participación ciudadana de contenido (i.e., no simbólica), que perduren más allá del gobierno de turno y pertinentes a diferentes escalas de acción (de local a lo nacional, desde los Ebais hasta la CCSS, desde las aceras hasta las carreteras). Se debe, además, exigir procesos electorales formativos (con debates públicos bien sustentados, campañas mediáticas centradas en las propuestas y no en el detrimento del ‘enemigo’, planes de trabajo realistas, etc.). Los electores, por su parte, deben comprometerse con una ciudadanía más activa, crítica e, incluso, radical que haga superar la idea que vivir y ejercer la democracia es simplemente sufragar. En síntesis, se trata de (re)generar el interés, debate y discusión en torno a nuestra política— y, así, sacudir ‘el manto de la psique’— ya que, a fin de cuentas, “el mayor castigo para quienes no se interesan por la política, es que serán gobernados por personas que sí se interesan” (Arnold J. Toyabee).
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