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La abuela invitó a tío Gabriel. Hace muchos años que tío vivía en el extranjero. Allí había vivido y había hecho fortuna y desde aquí a todos nos parecía que allá tío Gabriel era el amo del mundo.
Con ocasión del cumpleaños de Fredy, mi primo segundo, fue que llamaron a tío Gabriel. Y tío Gabriel vino a casa. Por la llegada de tío mi abuela hizo que sus tres nietos hombres, incluido yo, nos pusiéramos como atacados de mal de san Vito a limpiar vidrios y techos, y como culminación pintar toda la casa, por dentro y por fuera.
Siempre nos habían dicho que tío, que había estudiado en Inglaterra, era insufriblemente exigente y fanfarrón. Cuando lo vimos, porque hacía tiempo que no lo veíamos, cuando esto ocurrió yo tenía 5 años, todos los primos, unos 12, nos sonreímos: tío Gabriel era algo gordillo, bajo, calvo y campechano, y un goloso de los higos y la cerveza.
Era un hombre de empresas, un emprendedor. Cuando le presenté el cuarto donde dormiría por dos semanas, comprendió que el cuarto acababa de ser pintado, como toda la casa. Además olía a “espray de flores” y a polvo en el aire. Me miró: −¿Y esto es orden, condescendencia, falso agasajo o hipocresía?
Tío Gabriel hablaba poco. Miraba entre líneas, personas y cosas. Se reía por dentro de todo, incluso de los afanes de mi abuela. No sé por qué, pero he llegado a creer que era mejor tener en casa a tío Gabriel que a mi abuela. Desde aquellos días prefiero mucho más la simplicidad, el agua mineral o el agua con azúcar, un sombrero de lona blanco, una camisa blanca y un pantalón negro de manta.
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