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El estado-nación con sus fronteras, su red burocrática y su aparato represivo, es la criatura por excelencia de la modernidad, de una modernidad violenta y a menudo sanguinaria dentro de cuyo despliegue se aplastan y se niegan, de muchas maneras, los derechos más elementales de las personas y hasta su condición misma de humanidad, en nombre de una noción de ciudadanía vaga y abstracta, revestida como progresiva y humanista, contrastándola con algunas expresiones de las formas tradicionales de la dominación, mucho más abiertas en el ejercicio de la violencia física dentro de los actos de la vida cotidiana, lo que no quita la naturaleza esencialmente violenta del estado-nación contemporáneo (v.gr Max Weber), demostrada hasta la saciedad por las múltiples expresiones de su accionar.
Estas apariencias con las que se le quiere disfrazar, con relativo éxito −a través de un hábil manejo mediático− se desploman cuando examinamos con agudeza algunos de los hechos más crudos de la historia de nuestra área continental, una región planetaria que se ha venido caracterizando por el genocidio y el etnocidio, dentro de la que los estados nacionales de Argentina, Chile, Guatemala o México, por sólo mencionar algunos de ellos, se abocaron al exterminio de muchas de las etnias o pueblos originarios que los habitaron durante muchos siglos, en especial en la Patagonia o en vastas regiones del norte de México, a lo largo de las últimas décadas del siglo XIX y las primera del XX, que antecedió al nuestro, a riesgo de dejar por fuera los atroces crímenes de las dictaduras militares de Guatemala, durante la guerra civil centroamericana que concluyó hace poco más de una década.
Se trata además de un ente, sacralizado dentro de la mentalidad popular, que ejerce una influencia determinante y negadora de las particularidades regionales, étnicas, religiosas u otras presentes dentro de su área territorial, como un ámbito dentro del que las elites del poder ejercen su dominio homogeneizador sobre las poblaciones que lo habitan, sin importar que su presencia allí sea mucho anterior al ahora dominante estado nacional, exteriorizado en su aparato represivo y burocrático. Por otra parte, como bien se ha explicado hasta la saciedad, sucede que la existencia misma del estado-nación y los fundamentos de la legitimidad de sus poderes no descansa solamente en la fuerza física, sino que resulta decisiva la manera dentro de la que opera, en la conformación de las mentalidades individuales y colectivas dentro de la vida social contemporánea, de tal manera que las actuaciones de las elites a la cabeza de los estados nacionales no se pueden poner siquiera en duda, so pena de excomunión o de una especie particular de muerte civil. La existencia de una, más o menos extendida, religión civil hace de las patrias contemporáneas un conjunto de deidades sanguinarias, en cuyos altares pueden sacrificarse las vidas de miles de seres humanos, sin sonrojo alguno para los responsables de estos crímenes, tal y como sucedió a lo largo de las dos guerras mundiales del siglo anterior y de los innumerables conflictos bélicos que se sucedieron desde entonces
El acto mismo de traspasar una frontera para internarse en el territorio de un país vecino se constituye en una acción, que va mucho más allá de los trámites burocráticos o de los intereses materiales que nos mueven a realizar esa acción, se trata de traspasar una barrera mental para internarnos en el universo de lo desconocido y lo diferente, una especie de actuación social que muchos no logran materializar incluso por no haber podido percibir su sentido y su significación. Pareciera que al otro lado de la línea imaginaria habitan seres de otra especie, no vaya a ser que seamos contaminados por la presencia de esas extrañas y al parecer peligrosas criaturas, con las que sin embargo comerciamos y hasta dialogamos en algunas oportunidades.
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