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El nacimiento del lector

La búsqueda de un lector activo propone que el verdadero proceso de creación e interpretación acontece en el momento de lectura de una obra.

La búsqueda de un lector activo propone que el verdadero proceso de creación e interpretación acontece en el momento de lectura de una obra.
Al inicio de su novela Rayuela, Julio Cortázar le advierte al lector dos caminos de lectura: uno, tradicional, lineal, que termina simplemente con la palabra Fin; otro, fragmentado, que avanza de acuerdo con las indicaciones que aparecen al final de cada capítulo y obliga a los lectores a dar saltos por todo el libro.
Pero Cortázar recuerda que su novela son muchos libros posibles, le otorga al lector la facultad de crear su propia ruta, de convertirse, en cierta manera, en el mismo autor de la historia. A 50 años de su publicación, Rayuela se convierte en un punto de partida para entender la búsqueda de un lector activo en la narrativa.
La lectura comúnmente se ha visto asociada a un acto de entender las propuestas o posturas que realiza un autor. Sin embargo, esta relación bidireccional se ha puesto a prueba desde muchas disciplinas (la Literatura, Sociología, Estudios Culturales, Semiótica) al considerar la vital importancia de los lectores: estos le dan sentido al texto. Es decir, un texto necesita de un destinatario que lo ‘descodifique’ para cumplir su función.
Desde la interpretación, nacen muchos mundos. Las palabras, imágenes y sonidos de un texto se configuran para que un lector construya su propio significado. La interpretación no es infinita, se ajusta a un sistema de límites y posibilidades que derivan del texto. Los lectores se insertan en este marco y escogen su propio cauce.
El poder del lector no reside únicamente en su capacidad interpretativa. Este puede llegar a tomar un texto cualquiera como punto de inicio para crear su propia historia. E, incluso, esto se torna el fin de muchos autores: sugieren ciertos parámetros para que los lectores inicien su propia ‘aventura’. Este es el caso de las narrativas interactivas que han encontrado su advenimiento con Internet.
Los muchos intentos de romper la jerarquía del poderío del autor, la hipertextualidad y la transmedia evidencian un nuevo viraje a la hora de entender la lectura: el nacimiento del lector.
El milenio se acerca
Un lector activo implica una noción lúdica. Se rompen las barreras del texto y hay una invitación a una dinámica de creación compartida. Durante el siglo XX, muchos críticos culturales intentaron comprender la importancia del lector desde esta perspectiva. Pero, más allá de la teoría, escritores –como Cortázar− decidieron derrocar la tiranía del ‘poder unívoco del autor’ para entablar un juego con sus lectores.
La obra del escritor irlandés James Joyce se planta como predecesora de una búsqueda consciente de un juego con el lector. Su novela Ulises (1922) invita a buscar muchos significados; a lo largo de la obra, los lectores son remitidos a obras clásicas (como la Odisea) y son invitados a retroceder en las propias páginas del libro para repasar algún suceso.
El capítulo 18 de Ulises no tiene ningún signo de puntuación. Así, la persona que lee estas páginas es obligada a crear su propio marco de referencia basado en lo que ha venido leyendo a lo largo del libro, pero también, de acuerdo con su designio personal. Se expande, de esta manera, la experiencia de la lectura.
Por otra parte, el escritor de origen ruso Vladimir Nabokov les dio el poder a sus lectores de decidir la imagen moral de los personajes de su novela Pálido Fuego (1962). Esta intenta emular la edición de un poema póstumo de un ficticio renombrado escritor llamado John Shade que fue asesinado. Además, contiene un prólogo, una serie de notas y un índice comentado por el profesor Charles Kinbote, un falso editor. La lectura de los diferentes textos permite que la relación entre el editor y el escritor se vaya esclareciendo, entre muchas otras cosas, como el mismo crimen.
El escritor serbio Milorad Pavić se erige como el principal escritor cuyo objetivo es buscar la compenetración del lector en su obra. Considerado como “el primer escritor del siglo XXI”, Pavić pretendió que cada persona que abriera sus novelas trazara su propio camino, que se convirtiera, al final, en un co-autor.
Para Pavić, “el actual público lector considera que la cuestión de la imaginación pertenece exclusivamente a la competencia del escritor y que no le concierne en absoluto”. Por esto, sus obras pretenden ser un impulso para que los lectores se muevan dentro del texto y sean también autores.
La obra cumbre de Pavić es el Diccionario Jázaro (1984). Esta novela tiene la forma de un diccionario dedicado a un pueblo extinto: los jázaros. Según la tradición, este pueblo, que se desarrolló entre los siglos VII y X en las riberas del mar Caspio, desapareció al adoptar una de las grandes religiones de la época: el cristianismo, el judaísmo o el islam.  Así, el diccionario consta de tres partes con su propia versión de la conversión de los jázaros.
En el Diccionario Jázaro, se presentan muchos personajes y sucesos desde tres perspectivas. El lector decide cuál versión de la conversión de los jázaros aceptar. Escoge también dónde comenzar y dónde terminar. Tiene la completa potestad, incluso, de saltarse partes de libro sin que su lectura se vea afectada.
Escribir una novela en forma de diccionario no le bastó a Milorad Pavić para seguir experimentando con formas que retaran a sus lectores. En Paisaje Pintado con Té (1988), se debe completar un crucigrama para ir avanzando en la historia. Las cartas del tarot marcan el orden de lectura en El Último Amor en Constantinopla (1994).
Como el mismo Pavić sostiene, “el lector capaz de descifrar a partir del orden de las voces el significado oculto del libro se ha desvanecido de la faz de la tierra hace mucho”. Por esto, la obra de este escritor serbio intenta demoler los prejuicios de los lectores para incluirlos en el acto de la creación literaria.
La muerte del autor
Comúnmente, se consideraba que la autoría de un texto era fundamental para comprenderlo. Así, el momento histórico, la clase social y la ideología del autor se incluían en los análisis de una obra.
No obstante, el peligro de esta idea es que suprime el sentido que una persona tenga acerca de un texto sin conocer, por ejemplo, la época histórica de un autor. Es decir, no es necesario conocer todo el pasado de, por ejemplo, Charles Baudelaire, para disfrutar los versos de Las Flores del Mal.
Para el francés Roland Barthes, crítico cultural y teórico de la literatura, la escritura implica la destrucción de todo origen; es “ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que va a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe”.
Así, Barthes propone la muerte del autor. Los textos son sistemas de significados que los lectores decodifican –o deconstruyen– para crear su propio sentido.  El autor es, entonces, un mediador que sugiere un código que tendrá muchas lecturas. Una vez que alguien termina de producir un texto, pasa a ser un lector más.
Anteriormente, la autoría de una obra no era un elemento determinante. Por ejemplo, muchos relatos eran de tradición oral. En estos, el poeta, juglar o chamán tenía una función performativa; es decir, actuaban la historia pero no detentaban su creación.
Esta noción comienza al terminar la Edad Media. La Reforma le induce al ser humano el descubrimiento del ‘prestigio’ del individuo. Así, sumado a corrientes positivistas y a ideologías capitalistas, se le concede a la persona del autor una gran importancia.
Barthes pretende acabar con la idea de un ‘Autor-Dios’ que se diluye en un único sentido, casi teológico. Más bien, sugiere que un texto está constituido por “un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original”.
Así, al imponerle un autor a una obra, se le está dando un único significado, se está cerrando el acto mismo de la creación. La escritura deviene en una generación de sentido sin cesar; es destructora, es una fuente de interpretaciones que constantemente se regeneran.
Para Roland Barthes, la unidad del texto no se encuentra en su origen, sino en su destino. Así, el significado es un acto de creación que acontece en el momento mismo en que se comienza a leer una obra.
De ratones y audiencias
El lector activo ha sido también estudiado a partir de las audiencias de los medios de comunicación.  Las industrias culturales, impulsadas por los procesos globalizadores, han estimulado la creación de complejos sistemas de límites y presiones con sus espectadores.
Desde los Estudios Culturales, la investigación de audiencias se ha basado en dos principios: la audiencia es siempre activa y el contenido de los medios es polisémico; es decir, abierto a diferentes interpretaciones.
Así, los mensajes se configuran como una construcción en la que intervienen elementos discursivos y estéticos con elementos sociales y materiales (clase social, ingresos, ideología, nivel de educación, etc.).
No por nada, el teórico cultural británico David Morley afirma que un “mensaje no es un objeto con un sentido real, posee en su interior mecanismos significativos que promueven ciertos sentidos (y hasta un sentido privilegiado) y suprimen otros. El mensaje puede ser interpretado de maneras diferentes, y esto depende del contexto de asociación”.
El consumo comenzó a ser estudiado no como un simple acto de adquirir un bien, sino como toda una dinámica en la que intervienen muchas fuerzas, desde los productores hasta el más sencillo comprador de supermercado.
Jesús Martín-Barbero, pensador colombiano, propone que consumo implica producción de sentido, ya que “es el uso el que da forma social a los productos al inscribir en ellos demandas y dispositivos de acción que movilizan las diferentes competencias culturales”.
La producción mediática y el consumo se encuentran anclados en sólidas estructuras económicas y sociales. Empero, el lector –o audiencia− activo reelabora su realidad en estos productos, escribe su propio sentido.
El influyente teórico cultural de origen jamaiquino Stuart Hall sugiere tres tipos de códigos –o lecturas− al analizar los procesos interpretativos de las audiencias. El código dominante se da cuando un espectador acepta el significado de un producto entera y completamente, sin ningún reclamo. El código negociado implica una mezcla de elementos adaptativos y de oposición, se acepta el mensaje en el nivel general, pero se problematiza en el nivel situacional; en otras palabras, no se aceptan todos sus elementos. Finalmente, en el código de oposición no se acepta el contenido del discurso de un producto.
Las audiencias se encuentran inmersas en mediaciones que afectan su capacidad de interpretación. Aunque estas no tengan acceso a la definición de la agenda de los medios, siempre tendrán el poder de decidir si aceptan, negocian o rechazan sus significados. Un lector activo acarrea una selección de sentido.
Lectores del ciberespacio
Internet se ha erigido como un sistema de oportunidades para la creación de una narrativa en la que el lector comparta el mismo rol que el autor. La interactividad ofrecida por las páginas web se muestra como el primer paso para crear productos en los que sus espectadores decidan casi todo su desarrollo.
La hipertextualidad es un concepto que remite a la destrucción de barreras y a la oportunidad de crear una narrativa fragmentada. Su origen se encuentra en los albores de los estudios en tecnología, pero rápidamente la crítica literaria y cultural se apropió del concepto.
Desde Mijaíl Bajtín hasta Jacques Derrida, se sugería una escritura que fuera no secuencial, dialógica, polifónica y multiacentuada. Así, las consciencias del autor y del lector interactuarían en el texto, pero ninguna se convertiría en objeto de la otra.
George Landow, estudioso de este fenómeno, define al hipertexto como un producto compuesto de bloques de texto y de links electrónicos que los unen.  Este no tiene un eje primario de organización; es decir, el texto no tiene centro, el punto focal es construido por el lector.
Un ejemplo de experiencia hipertextual básica sucede en las enciclopedias web. El usuario inicia buscando un término, y a partir de allí dirige su propia búsqueda a través de los diferentes links que lo guían hacia otros artículos.
La narrativa hipertextual rompe con la linealidad como principio dominante de forma en la Literatura.  Así, el texto se convierte en una estructura de posibles estructuras. No hay historia, hay un sinnúmero de lecturas.
Estas narrativas se encuentran en páginas web que invitan a sus usuarios a construir sus propias historias o en toda la gama de videojuegos en los que el jugador va construyendo su propio camino, basándose en sus propias decisiones, a lo largo del juego.
La transmedia remite a un producto que se desarrolla en muchas plataformas. Este se adapta a las características de los diferentes medios para desarrollar un relato propio pero que se complementa con los demás. Este es el caso de  un superhéroe cualquiera, este despliega una narrativa particular en los cómics impresos, en las series de televisión, en las películas y hasta en productos de consumo como lo puede ser una lonchera.
En un producto, la transmedia es una condición y la hipertextualidad una característica de su contenido. Ambas han configurado un nuevo paradigma de lector: el viewer-user-player (espectador-usuario-jugador) o VUP.  Este se convierte en el verdadero autor del producto al decidir lo que va a suceder en él. La vieja noción de ‘creador’ pasa a convertirse en la de un facilitador que da un texto-base, una semilla, para que sea desarrollado por alguien más.
El lector activo traza su propio camino en una obra dada. Tiene que buscarse, el texto tiene que ser creado para él. Pero, en el fondo, es un asesino que desobedece los designios del creador original. Como sostiene Roland Barthes: “el nacimiento del lector se paga con la muerte del autor”.

  • Por Rodrigo Muñoz-González
  • Los Libros
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